miércoles, 18 de noviembre de 2009

Ensayo de fin de año

Eran relojes. Mayoritariamente, entre los hombres. Con las mujeres era distinto... anillos, pulseras, cuadernos, guantes, collares de perlas – para quienes tenían un cierto status, o lo habían tenido-. Ahora, puede ser cualquier objeto: una lapicera, un libro, cds, ropa... incluso habitaciones o casas enteras. Hay lugares, hay objetos que son especiales.

Su valor no reside en que estén hechos de materiales preciosos, o provengan de lugares exóticos. No reside en que hayan sido difíciles de encontrar (joyas de un coleccionista obsesivo), ni en que representen una pieza valiosa para los historiadores. No. Son objetos diferentes, importantes, objetos sin los que muchos no podrían vivir, gracias a una cualidad que difícilmente puedan clasificar los expertos de las barrocas casas de remates. Su valor reside en que fueron usados alguna vez por seres que nos son infinitamente más imprescindibles que los héroes de mármol, por seres que han marcado nuestra vida profundamente, y que ya no respiran cerca nuestro. Las espadas de los próceres, los objetos personales de los artistas o personajes que admiramos, tienen un halo algo autoritario, inasible. En el interior de estos objetos, en cambio, late un dejo de dulzura, de intimidad, de cercanía, que los hace nuestros. La pulsera de oro que durante décadas, o incluso siglos, han usado las mujeres de una familia en su casamiento cierra perfectamente en la muñeca de la jovencita algo nerviosa que camina hacia el altar, como cerró perfectamente alrededor de la muñeca de su madre, y antes, de su abuela. La jovencita parte hacia su luna de miel, o acaso hacia su nuevo hogar. Y la pulsera, su madre, las mujeres que hace décadas prefiguraron ya los pasos que ella está dando ahora, la acompañan.

Una canción infantil inglesa dice más o menos de este modo:

My grandfather’s clock was too large for the shelf

so it stood ninety years on the floor

It was larger by half than the old man himself

Though it weighed no a penny weight more

It was bought on the morn of the day

That he was born

And was always his treasure and pride

But it stopp´d, short, never to go again

when the old man died.”

El reloj de la canción es y no es la vida de ese abuelo, cuyos latidos coincidían con el oscilar del péndulo. El reloj muere cuando se apaga la vida del anciano, y nunca más revive. El nieto recuerda al abuelo que ya no está a través del recuerdo de ese objeto inmóvil que era tan parte de él como su corazón, aunque estaba de pie contra una pared.

Los objetos que otros han poseído antes que nosotros nos llegan llenos de algo más que de su propia materia. Quien los ha poseído, quien los ha utilizado, ha dejado en el contacto con ellos parte de sí. Como si gotas de la misteriosa sustancia que hace a la vida, a la respiración, al movimiento, a la unicidad de la persona dueña del objeto, quedara también impregnada en él. Es posible imaginar entonces, que la Laura de El zoo de cristal, guardará con aprecio (y, cómo no, con un dejo de melancolía) el unicornio que por accidente ha roto su fallido gentleman caller, Jim.

Allí reside también el eterno encanto de los libros usados. Las bibliotecas y librerías donde se apilan los libros que otros ya no desean o no pueden volver a leer - y que, muchas veces, han sido heredados por manos menos afortunadas –, suelen poseer un cierto misterio, encerrado entre el polvo y el riquísimo olor a viejo. Muchas veces, ese “algo” es material, como una rosa seca, o un boleto de una línea de colectivos que se ha desvanecido en el olvido hace años. Otras veces son unas pocas palabras garabateadas con cuidadoso descuido sobre la primera página (siempre sobre la primera página... ¿estarán las primeras páginas de los libros en blanco precisamente para eso, para dar una oportunidad a quien los regala de imprimir su cariño en el obsequio?). Uno siempre se pregunta quiénes serían aquellas Julias y Danieles que “con mucho cariño” dedican ese libro “especialmente para vos”, y por qué habrá acabado un regalo tan especial en una librería oscura y desordenada de la calle Corrientes. Estos libros tienen una promesa distinta a los que se alinean en los estantes lustrosos de las librerías con café; las páginas de los libros usados ya fueron transitadas por otros ojos, ya han revelado a otros su secreto, y sin embargo, es eso lo que les da su particularidad. Como si quien lo leyó antes que nosotros lo hubiera enviado para asegurarse de que esa historia se cruzara por nuestro camino. La memoria de su lectura se superpone a la nuestra, y la enriquece. De algún modo, compartimos el libro con alguien.

Los recuerdos suelen quedar asociados a los objetos, por el simple hecho de haber estado ahí. Mi abuela, por caso, no pudo probar fideos “mostacholes” durante décadas, tras enterarse de la muerte de su padre mientras comía precisamente ese plato. Se transfirió a la pasta el recuerdo del dolor. La comida quedó impregnada de amargura.

Los recuerdos se tatúan también sobre los lugares. Durante la crisis de 2001 en la Argentina, muchos jóvenes se exiliaron a otros países en busca de un mejor futuro. Los diarios y, especialmente, las revistas, se colmaron de notas y reportajes a los que “se habían quedado”, familiares de aquellos que no habían tenido más opción que irse para encontrar un porvenir. Lo llamativo es que todos estos reportajes eran acompañados por fotografías de los familiares de los jóvenes exiliados, en los cuartos de los adolescentes, y generalmente abrazando alguno de sus peluches u otros objetos significativos. La imagen transmitía una nostalgia más fuerte aún que la que se transparentaba en los ojos de esos padres, que estaban en realidad en otro sitio, junto a aquellos y aquellas que les mandaban mails o los llamaban durante las noches. La fuerza de la fotografía provenía justamente del entorno. No era nada difícil, al observar la imagen, imaginar a aquel hombre o a su esposa entrando al cuarto durante el día, en un momento tranquilo, a derramar algunas breves lágrimas sobre aquella bicicleta cuyas ruedas llevaban demasiado tiempo inmóviles, o sobre el perfume floral que había quedado olvidado sobre un estante. El oso rosado de peluche que abrazaba la mujer en la foto, sentada sobre una colcha rosa patchwork, era un abrazo postergado, un abrazo transferido a través de las fibras del juguete a la piel lejana de su dueña.

Los espacios de quienes se han ido (con independencia de que su regreso sea posible o no) se mantienen lo más cercanos en su distribución y aspecto a lo que eran mientras sus dueños los habitaban. Quienes siguen allí cuidan el lugar con celo, como guardias de un museo poseedor de piezas irremplazables. Los muebles posicionados de un cierto modo, los objetos colocados en un lugar, y no en otro, la cama hecha, la computadora eternamente apagada, son testigos de la espera. Como si al conservar igual el espacio se pretendiera llamar de vuelta al que se ha ido. Tu cuarto te espera. Está igual que todas las mañanas, cuando volvías del colegio. Hice la cama, que, como siempre, dejaste deshecha cuando te fuiste, seguro de llegar tarde. Apagué la computadora y barrí para despejar el suelo. Dejé tu ropa en el armario, planchada y lista para cuando vuelvas. Vas a volver más tarde de lo acostumbrado. Pero espero. Tu cuarto te espera. No tendría sentido si no fueras a volver. Pero lo tiene. Porque algún día vas a volver a abrir la cama, y desordenar la ropa, y dejar la computadora finalmente prendida, y yo voy a ser feliz. Mientras, guardo tu remera bajo la almohada, aquella que todavía conserva tu olor, para saber que mientras duermo, estás ahí.

No son fibras, no son telas ni texturas, no son plásticos ni metales preciosos, no son formas ni usos, son algo más. Son distintos, porque conservan algo que es difícil de explicar con palabras. Tienen un toque de piedra filosofal, de algo inmortal e intransferible. Guardan en su interior lo lejano, lo imposible, y lo vuelven cercano y palpable. Son, de algún modo, trocitos de magia.

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