martes, 26 de mayo de 2009

Sensaciones

¡Qué alegría, tanto tiempo! Besos, abrazos. ¿Cómo están? ¿Qué tal el viaje? Pasando al living. ¡Estás igual! Nos sentamos en los sillones. Pausa. Mirando alrededor. Me acuerdo de la última vez que vine... La última vez que vinieron todavía no había una plaza acá enfrente... Hablamos de lo que tenemos en común. ¿Cómo andan todos por allá? Hablamos de lo que no sabemos. Pasamos a la mesa.

¿Tú cumplirás los quince pronto, verdad? Síhm (mezcla de sí con empanada gallega) ¿Harás una fiesta, pues? No, no me gusta que la gente me mire todo el tiempo. ¿Y por qué no te vienes a México, entonces? Media sonrisa, miro a mamá. Y te quedas con nosotros, por un tiempo. No suena tan mal...

Los boletos de avión por internet. Y la valija que nunca cierra, pero esta vez sí, porque la hicimos con tiempo. Y mejor que no piense en lo que voy a extrañar. Y mejor que no piense en el avión. Ni mi abuela ni yo, porque a las dos avión nos suena a catástrofe, pero nadando no se puede ir. Mi abuela, que decide a los 79 años viajar a la tierra donde echó raíces su hermano, para poder ver lo que vieron sus ojos, y tocar los muebles que él eligió, y hablar con su familia... pero no con él. No con él porque ahora está más lejos que antes. Porque ahora se fue, y todavía nadie sabe quién lo esperaba del otro lado.

A veces sueño con accidentes de avión. Y mi abuela y yo corriendo. Y dos segundos antes de salir para Ezeiza pienso en escribir una carta... por si no funcionan los flaps, o los slats, o nos tocó un piloto cansado, con pocos reflejos. Es raro sentir a la gente cuando uno sabe que tendrá que recordar con cada milímetro de la piel y con cada rincón de los ojos. Es raro hacer un trencito en mi cuarto unos días antes de viajar, y cantar Celebration. Porque no estoy segura de estar tan contenta. Pero no digo nada.

En Ezeiza nos extendemos unos segundos más, sobre un café. Y nos manchamos un poquito mucho de lágrimas. Fuera y dentro del avión. Porque mi mamá sí me escribió una carta. Y ya no me importa mirar por la ventanilla mientras despegamos. Porque no veo mucho, tengo todos los ojos empañados. Y daría lo que fuera por saber, que el suelo sigue aquí bajo mis pies... pero no. Los flaps, los slats, y todo lo que tenía que desplegarse se despliega... porque el piloto tiene los mejores reflejos de Latinoamérica. Y en Perú no estaríamos a punto de perder el avión, si la tijera antigua que lleva mi abuela en la cartera por si algún hilo se rebela, no hubiera sonado. Es que el policía también tiene una abuela con tijera antigua, y decide que es el momento de contárnoslo, aunque el avión se vaya. Por suerte nosotras escapamos antes.

¿Es niebla o es una ciudad? Es una ciudad... contaminada. Fabiola nos recibe con flores, y sombrero mariachi, y un auto que no escapa a los eternos embotellamientos mexicanos. Yo duermo. Jet-lag, dicen en la jerga de la aviación. Duermo para poder estar despierta todo un mes... por eso sonrío un poco atontada cuando me saluda mi primo – que en realidad, pensamos más tarde, es mi tío -. No sé si cuando me acueste voy a despertar en Buenos Aires o en el Distrito Federal.

Despierto en el DF. Subo al coche. Arrancamos. La radio suena siempre. Creo que es en ese momento que empiezo a cantar. So many tears I´ve cried, so much pain inside, but baby, it aint over till it´s over. Y ese es otro viaje, que me lleva, al año siguiente, a correr el sesenta con mi mamá y mis hermanos, para llegar a anotarme a la escuela de comedia musical. Pero yo, con quince años, y en México, no puedo saberlo.

Pruebo chilaquiles, enchiladas, tacos, nachos. Es una pena que nada me guste. Sigo cantando. Oliendo, sin darme cuenta. Hasta que, tres años después, en un colectivo, se sienta delante de mí una mujer que ha calcado el perfume de mi tía abuela, de la casa en Las Lomas de Bellavista, del México que conocí. Ella no lo sabe, pero me estiro hacia delante cada vez que puedo. Y recupero el olor... en la mujer del colectivo, en una ráfaga de viento delante de una peluquería.

Recupero cosas que no sabía que había perdido. Recupero cosas que no sabía que tenía. México es la gloria durante un mes. Aunque también es la gloria volver. No con la frente marchita, no. Sino distinta. Con todos los regalos que caben físicamente dentro de dos valijas casi llenas. Con un peluche de Marvin el marciano, que mi primo-tío Alex mandó a dormir en mi cama. Con el sombrero mariachi. Con un cd del que sólo escucharé una canción. La canción que busqué durante años y que Alex me hizo escuchar una tarde, a ver si la conoces. Con ganas de abrazar a quienes veo todos los días. Con ganas de descubrir los lugares que conozco mejor que la palma de mi mano. Con ganas de darme cuenta de que en Buenos Aires el aire todavía se respira transparente. Somewhere over the rainbow, way up high, there´s a land that I dreamed of, once in a lullaby. (...) Some day I´ll wish upon a star, and wake up where the clouds are far behind me. Where troubles melt like lemon drops, high above the chimney tops... that´s where you´ll find me. Distinta, ni mejor ni peor. Sintiendo que viví un poco, y que soñé otro poco. Con la boca tan llena de recuerdos que es mejor no decir nada... porque la mirada ansiosa que busca unas pocas caras entre las tantas que pueblan el aeropuerto, esta vez, basta.

viernes, 8 de mayo de 2009

Mi familia adoptiva... en 1860

El primer ejemplar de “Mujercitas” que llegó a mis manos llevaba cerca de 30 años esperándome en la biblioteca del departamento de mis abuelos. Había pertenecido a mi mamá, y era una abreviatura del original, cuyo principal atractivo residía en las coloridas imágenes de la familia March y sus amigos. Su magia me atrapó de inmediato y, tras un par de años de espera, finalmente me regalaron la versión original.

Leerlo fue para mí una experiencia maravillosa. ¿Cuántas veces habré viajado junto a Meg, Jo, Beth y Amy a ese Estados Unidos de 1860 donde, a pesar de la guerra, las cuatro hermanas buscaban junto a su madre el camino a la felicidad?

Debo decir que me identifiqué con Jo desde la primera página. Sentí que su forma de ser – demasiado adulta y, a la vez, algo infantil para su edad -, su pasión por la lectura, y su apego a su familia me reflejaban a mí- una nena del acelerado siglo veintiuno – igual que habían reflejado, siglos atrás, a la autora que concibió a Jo como su alter ego de tinta y papel. Yo sentía, como Jo, que quería hacer algo importante pero, también como ella, no sabía qué. Fue como introducirme en el cuerpo del personaje y vivir a través de ella las alegrías y desventuras de la familia March.

Las sensaciones que recuerdo más claramente al evocar esa primera lectura son la calidez que me transmitía la historia y la sensación de realidad que me producía. Así fue como me dejé seducir por los encantos de Laurie, escuché antentamente los consejos de Marmee, me alegré cuando Beth recibió su primer piano y sufrí el casamiento de Meg con John Brooke.

Y es también por eso que me golpeó tanto la muerte de Beth. Aun a los nueve años uno intuye que en ese tipo de libros, y también en ciertas películas infantiles, sólo se admiten los finales felices, y que la tragedia nunca vence ese clima de seguridad hogareña. Recuerdo intensamente la impotencia que me produjo la muerte de ese personaje tan querido.

Creo que es esa mezcla de amargura y alegría que atraviesa la historia lo que me hace recordarla como una de las lecturas más hermosas de mi infancia. Y creo también que su vigencia se debe a que las vivencias de sus personajes no están limitadas por la época o la moda, sino que son experiencias relacionadas con lo intrínsecamente humano. El calor de la familia, el amor, la muerte, el esfuerzo, la decepción, la amistad, la angustia ante lo que fue y se nos escapa de las manos por más preciado que nos sea... todo eso despegó suavemente del libro y se me guardó en el alma.

Espejos

La mujer era aún joven. Caminaba por la casa sin rumbo fijo, evitando los espejos, fascinándose ante los ventanales. Era una tarde de Septiembre, y el calor de la primavera comenzaba a insinuarse. Pero las habitaciones, ahora casi desiertas, se obstinaban en conservar - en cada rincón, en cada superficie - rastros del invierno. Y la mujer tenía frío. Un leve resplandor se colaba por las ventanas y por debajo de las puertas, manchando de luz algunos muebles indefensosSe detuvo ante una ventana.
¿Había levantado la persiana esa mañana? No lo recordaba. Sus ojos se fijaron en el lago, y observó que las aguas estaban inusitadamente calmas. Ella también. Todo estaría bien mientras no se acercara a los espejos. Por un instante deseó estar lejos de allí, junto con los que se habían ido.
Muchas veces soñaba que volvían, y que ella también volvía. La que alguna vez había sido. Sin preocupaciones, sin miedos, sin esa recurrente sensación de vacío. Los sueños eran tan vívidos que por un momento olvidaba todo. Pero ese momento, como todo lo que la mujer conocía, se esfumaba rápidamente, y con igual velocidad la ausencia volvía a apoderarse de su cuerpo.
Se apartó de la ventana y se acercó a la única mesa baja que quedaba sin cubrir. Buscó con la mirada la sábana gris con la que debía taparla. Y sus ojos tropezaron con un libro que llamó fuertemente su atención. No creía haberlo visto antes, y aún así le resultó familiar. Una extraña fascinación la empujó hacia él. Sin saber cómo, encontró que el libro estaba de pronto en sus manos, y ella lo estaba observando. Lo primero que notó es que parecía nuevo, como si acabaran de escribirlo exclusivamente para que llegara a sus manos. Era también un libro colorido, en cuya tapa brillaba la imagen de un violín. La imagen la seducía... le recordó a ella misma en su juventud, cuando su cuerpo se asemejaba a ese instrumento: brillante, tentador... incluso artístico. La ruinosa figura que ella palpaba durante sus baños, consumida y enfermiza, había sido una vez distinta. Y el libro estaba allí para recordárselo. De eso, por primera vez en mucho tiempo, estaba segura.
Al abrirlo, la sorprendió la tipografía confusa, desordenada. Pero descubrió que, al pasear sus ojos sobre el texto, las letras se iban encadenando solas, dando forma a pensamientos y emociones diferentes, reveladores. Sus pies se movían al ritmo de la historia. Caminaba con la vista fija en el libro, pero los obstáculos parecían esquivarla. En el texto no había argumento ni nombres - más que el de un personaje, Meg -, y sin embargo todo era claro. Cada nueva frase apuñalaba un viejo dolor en su interior, cada nuevo paso la alejaba más de ella misma. Sus pies, o el libro (no podía ni quería saberlo) la introdujeron en el paisaje. Cada vez era más ligera, cada vez era más volátil. El libro la absorbía completa, la succionaba lentamente; por partes, sin violencia. En cada hoja dejaba un aliento, en cada coma, una angustia...
La noche impregnaba lentamente el aire. Las sombras invadían la casa vacía... el viento comenzó a agitar las aguas del lago, y bajo el último rayo de sol primaveral, sólo quedaron las páginas alborotadas, pero vacías, del libro
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