miércoles, 18 de noviembre de 2009

Ensayo de fin de año

Eran relojes. Mayoritariamente, entre los hombres. Con las mujeres era distinto... anillos, pulseras, cuadernos, guantes, collares de perlas – para quienes tenían un cierto status, o lo habían tenido-. Ahora, puede ser cualquier objeto: una lapicera, un libro, cds, ropa... incluso habitaciones o casas enteras. Hay lugares, hay objetos que son especiales.

Su valor no reside en que estén hechos de materiales preciosos, o provengan de lugares exóticos. No reside en que hayan sido difíciles de encontrar (joyas de un coleccionista obsesivo), ni en que representen una pieza valiosa para los historiadores. No. Son objetos diferentes, importantes, objetos sin los que muchos no podrían vivir, gracias a una cualidad que difícilmente puedan clasificar los expertos de las barrocas casas de remates. Su valor reside en que fueron usados alguna vez por seres que nos son infinitamente más imprescindibles que los héroes de mármol, por seres que han marcado nuestra vida profundamente, y que ya no respiran cerca nuestro. Las espadas de los próceres, los objetos personales de los artistas o personajes que admiramos, tienen un halo algo autoritario, inasible. En el interior de estos objetos, en cambio, late un dejo de dulzura, de intimidad, de cercanía, que los hace nuestros. La pulsera de oro que durante décadas, o incluso siglos, han usado las mujeres de una familia en su casamiento cierra perfectamente en la muñeca de la jovencita algo nerviosa que camina hacia el altar, como cerró perfectamente alrededor de la muñeca de su madre, y antes, de su abuela. La jovencita parte hacia su luna de miel, o acaso hacia su nuevo hogar. Y la pulsera, su madre, las mujeres que hace décadas prefiguraron ya los pasos que ella está dando ahora, la acompañan.

Una canción infantil inglesa dice más o menos de este modo:

My grandfather’s clock was too large for the shelf

so it stood ninety years on the floor

It was larger by half than the old man himself

Though it weighed no a penny weight more

It was bought on the morn of the day

That he was born

And was always his treasure and pride

But it stopp´d, short, never to go again

when the old man died.”

El reloj de la canción es y no es la vida de ese abuelo, cuyos latidos coincidían con el oscilar del péndulo. El reloj muere cuando se apaga la vida del anciano, y nunca más revive. El nieto recuerda al abuelo que ya no está a través del recuerdo de ese objeto inmóvil que era tan parte de él como su corazón, aunque estaba de pie contra una pared.

Los objetos que otros han poseído antes que nosotros nos llegan llenos de algo más que de su propia materia. Quien los ha poseído, quien los ha utilizado, ha dejado en el contacto con ellos parte de sí. Como si gotas de la misteriosa sustancia que hace a la vida, a la respiración, al movimiento, a la unicidad de la persona dueña del objeto, quedara también impregnada en él. Es posible imaginar entonces, que la Laura de El zoo de cristal, guardará con aprecio (y, cómo no, con un dejo de melancolía) el unicornio que por accidente ha roto su fallido gentleman caller, Jim.

Allí reside también el eterno encanto de los libros usados. Las bibliotecas y librerías donde se apilan los libros que otros ya no desean o no pueden volver a leer - y que, muchas veces, han sido heredados por manos menos afortunadas –, suelen poseer un cierto misterio, encerrado entre el polvo y el riquísimo olor a viejo. Muchas veces, ese “algo” es material, como una rosa seca, o un boleto de una línea de colectivos que se ha desvanecido en el olvido hace años. Otras veces son unas pocas palabras garabateadas con cuidadoso descuido sobre la primera página (siempre sobre la primera página... ¿estarán las primeras páginas de los libros en blanco precisamente para eso, para dar una oportunidad a quien los regala de imprimir su cariño en el obsequio?). Uno siempre se pregunta quiénes serían aquellas Julias y Danieles que “con mucho cariño” dedican ese libro “especialmente para vos”, y por qué habrá acabado un regalo tan especial en una librería oscura y desordenada de la calle Corrientes. Estos libros tienen una promesa distinta a los que se alinean en los estantes lustrosos de las librerías con café; las páginas de los libros usados ya fueron transitadas por otros ojos, ya han revelado a otros su secreto, y sin embargo, es eso lo que les da su particularidad. Como si quien lo leyó antes que nosotros lo hubiera enviado para asegurarse de que esa historia se cruzara por nuestro camino. La memoria de su lectura se superpone a la nuestra, y la enriquece. De algún modo, compartimos el libro con alguien.

Los recuerdos suelen quedar asociados a los objetos, por el simple hecho de haber estado ahí. Mi abuela, por caso, no pudo probar fideos “mostacholes” durante décadas, tras enterarse de la muerte de su padre mientras comía precisamente ese plato. Se transfirió a la pasta el recuerdo del dolor. La comida quedó impregnada de amargura.

Los recuerdos se tatúan también sobre los lugares. Durante la crisis de 2001 en la Argentina, muchos jóvenes se exiliaron a otros países en busca de un mejor futuro. Los diarios y, especialmente, las revistas, se colmaron de notas y reportajes a los que “se habían quedado”, familiares de aquellos que no habían tenido más opción que irse para encontrar un porvenir. Lo llamativo es que todos estos reportajes eran acompañados por fotografías de los familiares de los jóvenes exiliados, en los cuartos de los adolescentes, y generalmente abrazando alguno de sus peluches u otros objetos significativos. La imagen transmitía una nostalgia más fuerte aún que la que se transparentaba en los ojos de esos padres, que estaban en realidad en otro sitio, junto a aquellos y aquellas que les mandaban mails o los llamaban durante las noches. La fuerza de la fotografía provenía justamente del entorno. No era nada difícil, al observar la imagen, imaginar a aquel hombre o a su esposa entrando al cuarto durante el día, en un momento tranquilo, a derramar algunas breves lágrimas sobre aquella bicicleta cuyas ruedas llevaban demasiado tiempo inmóviles, o sobre el perfume floral que había quedado olvidado sobre un estante. El oso rosado de peluche que abrazaba la mujer en la foto, sentada sobre una colcha rosa patchwork, era un abrazo postergado, un abrazo transferido a través de las fibras del juguete a la piel lejana de su dueña.

Los espacios de quienes se han ido (con independencia de que su regreso sea posible o no) se mantienen lo más cercanos en su distribución y aspecto a lo que eran mientras sus dueños los habitaban. Quienes siguen allí cuidan el lugar con celo, como guardias de un museo poseedor de piezas irremplazables. Los muebles posicionados de un cierto modo, los objetos colocados en un lugar, y no en otro, la cama hecha, la computadora eternamente apagada, son testigos de la espera. Como si al conservar igual el espacio se pretendiera llamar de vuelta al que se ha ido. Tu cuarto te espera. Está igual que todas las mañanas, cuando volvías del colegio. Hice la cama, que, como siempre, dejaste deshecha cuando te fuiste, seguro de llegar tarde. Apagué la computadora y barrí para despejar el suelo. Dejé tu ropa en el armario, planchada y lista para cuando vuelvas. Vas a volver más tarde de lo acostumbrado. Pero espero. Tu cuarto te espera. No tendría sentido si no fueras a volver. Pero lo tiene. Porque algún día vas a volver a abrir la cama, y desordenar la ropa, y dejar la computadora finalmente prendida, y yo voy a ser feliz. Mientras, guardo tu remera bajo la almohada, aquella que todavía conserva tu olor, para saber que mientras duermo, estás ahí.

No son fibras, no son telas ni texturas, no son plásticos ni metales preciosos, no son formas ni usos, son algo más. Son distintos, porque conservan algo que es difícil de explicar con palabras. Tienen un toque de piedra filosofal, de algo inmortal e intransferible. Guardan en su interior lo lejano, lo imposible, y lo vuelven cercano y palpable. Son, de algún modo, trocitos de magia.

jueves, 15 de octubre de 2009

Carta argumentativa Nº 3

Puerto Madryn, 27 de Marzo de 2000

Sr. Ignacio Caravajal:

Recibí su carta, lamentablemente, con mucha demora, y es por eso que recién ahora puedo contestarle. Además, llegaron a mi conocimiento ciertas noticias muy alarmantes sobre su proyecto de “urbanización”. Según tengo entendido, además del moderno shopping, ud. tiene planeado iniciar la construcción de una enorme playa de estacionamiento, y un hotel, en la zona donde actualmente se encuentra el centro recreativo comunal de Madryn. Esto hace aún más urgente mi respuesta, mi necesidad de que ud. entienda lo que estos lugares representan para la población de Puerto Madryn.

En su carta ud. repite mucho la palabra “progreso”. Se han realizado muchas aberraciones en nombre del progreso en nuestra historia. Salvando las distancias, ¿no se realizó el genocidio llevado adelante por Hitler en nombre del progreso de la raza aria y de la Nación Alemana? ¿No se han derrumbado edificios históricos e irrecuperables para construir grandes rascacielos, fríos y ascéticos en nombre del progreso?

Ud. habla de que una persona como yo debería ser menos egoísta y no negar a mi pueblo la posibilidad de avanzar. Pero, señor Caravajal, ¿Se ha preguntado qué es realmente lo que usted llama progreso? Dejando de lado el faro – del que ya le he hablado mucho -, en el centro comunal se encuentran semanalmente cientos de habitantes de nuestro pueblo, a realizar actividades recreativas, o simplemente a charlar y pasar un rato de distensión. La escuela de patín de Madryn funciona allí todos los sábados, al igual que otras varias decenas de talleres y cursos, que han sido asignados a este centro porque no cuentan con los recursos suficientes como para mantener sus propias instalaciones. En este espacio confluyen varias generaciones, herederas de la tradición de nuestro pueblo, que ven a este centro como su punto de reunión y descanso. Le repito la pregunta, Ignacio ¿Qué significa el progreso? ¿Para qué buscamos progresar? El progreso se refiere, después de todo, a la vida de la gente. A la vida suya, y la mía, y la de los habitantes de este lugar. A los habitantes de este lugar, que verán destruido, dentro de pocos meses, el centro que tanto aman. Por eso adjunto, en la siguiente página, las 3.000 firmas requeridas para frenar el proyecto, al menos por el próximo semestre. Espero reflexione sobre los hechos que le he planteado, y vea reflejada en la planilla de firmas la voluntad de un pueblo que no está dispuesto a bajar los brazos, a resignarse ante el enorme monstruo capitalista, que bajo el lema del progreso pretende arrasar todo lo que encuentra a su paso, para único beneficio de unos pocos, y perjuicio de otros muchos.

Atte.

Osvaldo Gutiérrez.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Contra la pared

Para mi madre, el origen de toda magia.


Quiero hacer un breve agradecimiento a los que me ayudaron en este proyecto.

A mi papá, por escuchar mis dudas siempre, incluso a las dos de la madrugada, cuando no podía dormir.
A Valentina, que esperó durante horas mientras estaba "inspirada" para que fuera a jugar.
A Juan, que se negó a leer más allá de la segunda carilla.
A mi mamá, que me ayudó durante todo el proceso, como consejera, editora, diccionario de sinónimos...
A mi abuela, que escuchó el cuento leído por mí, aunque le hubiera gustado más leerlo ella.
A mi abuelo, que seguirá preguntándome por el trabajo, aún sabiendo que lo terminé.
A todos los que me ayudaron con consejos, comentarios, palabras de aliento, o simplemente escuchandome cuando dudaba.
Gracias


Nunca he hecho más que esperar
delante de la puerta cerrada.
El amante, M. Duras

All alone, or in two´s,
The ones who really love you
Walk up and down outside the wall.
"Outside the wall"
Pink Floyd


I


Sus pisadas no dejan huella en la calle gris. Son como marcas invisibles en el suelo, borradas por otros pies, por otros pasos. Ella camina. Mirando hacia delante. Hasta parece que nadie la tocara. Todos los que ríen, y empujan, y se abren camino le laceran los oídos con su risa. Pasan tomados del brazo; algunos llevan bebidas en la mano. Caminan a los tropezones, se dejan llevar por la inmensa corriente humana. Pero saben a dónde van. Ella prefiere no recordarlo.
Cruza la calle. El ruido es tan fuerte que parece compacto; una masa colorida en sus oídos, que, de tanta luz, no es posible escuchar. Sentagai bulle al ritmo de esos pasos. Las luces de los carteles, de los coches, de las vidrieras se reproducen en las miles de miradas que absorben la calle. El cielo es de un azul impenetrable, brillante y profundo. Da la sensación de que es imposible separar el cuerpo de ese todo inasible y abrumador, al que da forma, y que lo moldea. Los tristes son extranjeros, desterrados.
Cruza otra calle. Mira hacia abajo. A medida que avanza, deja atrás el hormigueo inquietante en el abdomen. Ya no se oyen gritos ni risas, sino el murmullo de las prendas imitando torpemente el movimiento de sus poseedores, el leve susurro de los pies dentro de los zapatos, una falda que ondea un instante detrás de su dueña. Y ella está vacía. Se siente tranquila porque sabía que ese vacío llegaría. Es momento de no pensar más. Ya no hay de qué preocuparse. La decisión fue tomada hace mucho tiempo, en silencio, irreversible. La decisión fue tomada por ella, y por nadie más. Por primera vez, sólo por ella...
Dobla en una esquina, y acelera el paso. En la puerta de un edificio, se detiene. La llave destraba la cerradura, y ella entra, como si fuera cualquier otro día. Cierra con cuidado, y se dirige al ascensor. Repite el ritual, por última vez. Pulsa el botón luminoso en la pared. No se ha dado cuenta de que el ascensor ya está ahí, esperándola. Desciende en el séptimo piso, y entra al departamento.
Todo sucede en pocos segundos. Abre la mochila y vuelca su contenido sobre el suelo. Una lluvia de llaves, papeles, y objetos pequeños y brillantes se precipitan contra el tatami. Las hojas se escapan de dentro de las carpetas, desgarrándose. Se dirige hacia la cocina, y abre todos los cajones, todas las gavetas. Todo lo que encuentra dentro de ellas desciende al fondo del bolso. Mientras vacía los estantes, en un segundo fugaz, se asombra de sí misma, cuando creía que ya no quedaba lugar para el asombro. Ese impulso inmediato, vivo, le es desconocido. Piensa que en otro momento jamás, jamás se hubiera atrevido... No lo entiende. No le importa.

II

Si abro los ojos, los últimos rayos de sol me atraviesan las pupilas. Parpadeo. Los cierro de vuelta. Pero hay algo en ese sol que se empecina en vulnerar mis defensas, y arremete contra mis párpados cerrados. Una especie de mancha bamboleante y anaranjada que danza en la oscuridad de mis ojos. Hay algo de maravilloso en poder pensar en eso, y sólo en eso. O en la mano que descansa a medias sobre el futón, a medias sobre el tatami. O en estas ganas eternas de dormir.

III

Las sombras relucen en este cuarto infinito. Se alargan por encima de los espacios cubiertos, de las otras sombras. Esta oscuridad, que se enreda sobre mi cuerpo. Esta oscuridad, que es una continuación de mis oscuridades, de ese espacio en mi mente, que palpita, en silencio, aguardando.

IV

Saben que no estoy enferma. Saben que no es tan simple como abrir la puerta, que la pared es un muro, que voy a quedarme. Saben que no hay vuelta atrás. Deben haberlo sospechado cuando vieron los objetos en el suelo de la sala. Y las gavetas abiertas. Mamá dejó un plato de sopa y algo de arroz en la puerta. Tiene miedo de que no quiera comer. He escuchado sus pasos ir y venir por el corredor durante horas. Murmuraba cosas que no pude entender. Papá, imagino, estaba sentado en el comedor, meditando. Como siempre, ausente.


V


No se oye nada. Salvo el ruido metálico del ascensor, o el temblor de la heladera. El calor es agobiante, pegajoso, pero me gusta. Estoy recostada sobre el tatami, cabeza arriba. El aire entra sin dificultad en mis pulmones. Respiro hondo. Miro por la ventana. Por encima de las copas de los edificios, de las antenas, de las luces de los departamentos; por encima, brillan las estrellas. Miro ese trocito de cielo. Muchas de esas luces murieron ya hace tiempo. Y sin embargo, están ahí. Ese cielo y esas estrellas, que son sólo míos. Desde ningún otro punto del planeta pueden verse igual que aquí, en mi habitación. Son míos. Todo lo que quiero tener.


VI


Amanece. Doy la vuelta sobre el futón. Extiendo las sábanas sobre mi cabeza. Intentaré dormir.


VII


Hoy, no sé por qué, encendí el televisor. Lo primero que me sorprendió fue el reloj, en la esquina superior de la pantalla. 2.25 am.. Y al instante, los recuerdos. Volví a ver gente, corriendo ante mis ojos, gente en la que ni siquiera me había fijado antes. Gente que todos los días viajaba conmigo, o tomaba mis clases. Gente por la calle, en los negocios. Gente sonriéndome. Gente que no me veía. Gente que no quería verme. En cámara rápida, invadiendo mi habitación. Mis padres, mis profesores, mis amigos del colegio primario. Corriendo, frenéticamente. Hacia sus trabajos, hacia sus estudios, hacia sus compras, hacia su futuro. Hacia esa vida que los esperaba desde que nacieron. A tomar las decisiones que ya otros habían tomado por ellos. Desesperados, furiosos, alegres, apáticos, tristes, desenfrenados, deprimidos, enamorados, angustiados, ilusionados. Gente para la cual las 2.25 am. es la hora de soñar, de mirar el techo oscuro, de llorar contra la almohada. De esperar el día siguiente. Gente entrando por mi puerta, echándose por la ventana. Gente que quiere que los obedezca, que los escuche, que cumpla con sus expectativas. Que estudie, que me haga cargo de la farmacia, que me case, que tenga hijos, que prospere, que avance. Me lo piden a los gritos. Tiran de mis ropas, de mis cabellos. Destrozan mis sábanas. Gesticulan. Y yo no puedo escapar. Me bloquean la salida. Cada vez son más, rodeándome. Lloro, les pido que se vayan. Por favor, por favor. Pero ellos no ceden. Cada vez me aturden más...

Creo que me desmayé.


VIII

No, no, no, no, no, no quiero salir. No quiero pensarlo. No quiero que llores al otro lado de la puerta. No quiero que me preguntes si estoy bien. No quiero saber que estoy equivocada. No. No quiero saber que estoy perdiendo el tiempo. No quiero encontrarlos ahí, esperando. No quiero que sea una vergüenza. No quiero que inventen nada. No quiero que los demás no lo sepan. No quiero que se preocupen. No quiero intentarlo. No quiero la farmacia. No quiero que me cierren las puertas así, en la cara. No quiero saber quién es mejor. Ni quiero que me quieran. No, no quiero ser una más. No quiero que me ignoren. No quiero que me esperen. No quiero estar despierta. No quiero moverme. No quiero morir. No quiero comprensión. No quiero pena. No quiero que todavía no sea tarde. No quiero que me tiendan la mano, ahora. No quiero que se arrepientan. Quiero estar. Quiero desaparecer.

IX

El calor se ha ido despegando poco a poco de mi cuerpo, sin que me diera cuenta. Igual que el tiempo, que pasa, sin poder diferenciar ayer de hoy. Y yo, quieta. Quieta, entre envoltorios vacíos de comida. Aquí, donde me vuelvo ajena a mí misma. Aquí, donde no me gusta lo que veo cuando miro hacia fuera. Donde intento no mirar hacia dentro. Con el televisor encendido, igual que si estuviera apagado. Con los libros vueltos hacia arriba, mezclados. Con las paredes vacías.
Dibujo en ellas, con mis dedos, líneas imperfectas, torcidas, destinadas a desaparecer. Siempre se borran. Siempre vuelvo a dibujar.
Una capa de polvo se acumula sobre los objetos que me rodean. Quizás también sobre mí. Tengo la sensación de que ya no podría reconocer mi cara, si me enfrentara a un espejo.

X

Ellos no hacen nada. Esperan. Tienen miedo. Ella ya no llora. Tampoco siente nada. Cada tanto pueden oírse sus pasos acercarse o alejarse de la puerta. No sabe qué siente él, porque ya casi no hablan. Él, que nunca estaba, que no tiene razón para estar ahora.
Ella prepara las comidas, y limpia su hogar. Todos los cuartos, meticulosamente, menos uno. Cuando ha terminado, se sienta. De espaldas a la puerta, en silencio. Presiente a la otra, al otro lado; despierta, quizás, durmiendo, probablemente. Muchas veces ha pensado en pasar un mensaje bajo la puerta. Y se ha arrepentido. No sabe qué le diría. No sabe qué diría él si se enterara. No sabe cómo podría reaccionar ella. No sabe si la conoce lo suficiente. No sabe si la conoció en algún momento.
Sólo espera que, del lado opuesto de esa puerta de madera, que pareciera estar trabada desde siempre, la otra pueda sentir, de algún modo, lo que ella querría decirle y no se atreve. Que todavía le cuesta entender los porqués, y no sabe si alguna vez podrá entender. Pero está dispuesta a perdonar. O a pedir perdón. O lo que sea necesario.
En un susurro, se lo ha dicho. Pero él se niega a hablar del tema. Ella le menciona el tiempo. Los meses, que se acercan amenazadoramente a doce. Sabe que él no soporta que le digan eso. Porque no podrá seguir inventando excusas por tanto tiempo. Y ella se aventura un poco más. Le dice que ha estado averiguando, en secreto. Que pueden pasar años sin que nada se solucione. Que tienen que hacer algo. Él la congela con la mirada. Ella agacha la cabeza, los ojos secos. Mañana se sentará junto a la puerta.

XI

Hoy desperté, y mi nombre no estaba. Revisé el cuarto cuidadosamente con los ojos. Lo busqué por todos los rincones. Intenté adivinarlo flotando en el aire. Pero se había escapado. Me sentí desnuda, por un momento. Pero después reí. ¿No era eso lo que había estado buscando? Reí salvajemente, sin control. Temblé, porque la risa desarmó mis huesos, sacudió todos mis músculos. Por un momento, sólo fui el eco de mi risa. Me deshice en ese sonido.

XII

Las estrellas se demoran cada vez más en el cielo. Las noches se hacen eternas. Duermo menos. El invierno ha echado su aliento gélido sobre mi ventana, y todo se ve borroso hacia fuera. Paso el día enredada en una sábana.

XIII

Tengo un sueño que vuelve a mí cada vez que cierro los ojos. Estoy recostada, con los brazos abiertos, en un campo enorme. Tan extenso que es difícil distinguir, de madrugada, dónde acaba la tierra y comienza el cielo. Un cielo azul, espolvoreado de estrellas que, cada vez que titilan, me envían un mensaje, un susurro, un guiño oculto, que sólo yo puedo decodificar. No hay nadie alrededor. Creo que podría tocar Venus si elevara mi brazo. Pero tengo miedo de que se deshaga al contacto con mis manos. Tengo miedo de desarmar el paisaje que, con tanto cuidado, estoy soñando. Entonces no hago nada. Sólo observo la maravilla del universo desenvolviéndose ante mis ojos. De algún modo, yo también estoy disuelta y reflejada en esa imagen. Ya no soy yo.

XIV

Dejo el plato de sopa vacío al otro lado de la puerta. Cierro. Me dejo caer sobre el futón. Y suspiro. Miro el cielo raso blanco. Intento adivinar el cielo verdadero, transparente, al otro lado. Sospecho que será más fácil si cierro los ojos.

XV

Hisa llega temprano. Y la puerta se abre antes de que pueda pulsar el botón del timbre. La hacen pasar. La mujer es muy amable, pero la tristeza la ha consumido. Hisa lo nota apenas la ve. Hisa sabe esas cosas en el instante fugaz en que los ojos se cruzan. Incluso antes. Sonríe y entra. Y es entonces que ve al hombre. Está sentado sobre el tatami, en el fondo de la sala. Mira hacia delante, casi sin parpadear. Tiene sombras en los ojos, y parece estar lejos, indiferente de esa visita. Pero Hisa sabe que él también está triste. De un modo distinto al de su esposa, pero triste.
La mujer toma el bolso de Hisa, y la invita a sentarse también sobre el tatami. Hisa asiente suavemente, y se sienta. Las pulseras tintinean al chocar unas contra otras. La mujer se sienta también, e Hisa espera que comiencen a hablar; ella o el hombre. Pero ambos la observan en silencio, e Hisa decide que no tiene sentido andar con rodeos. Habla de lo que ambos han callado durante tanto tiempo. Pone palabras a los sentimientos que ninguno se creía capaz de reconocer. Les pregunta si los datos que le han dado son correctos. Ellos asienten. Hisa menciona el número que ni el hombre ni la mujer quieren escuchar. El número que flotaba entre ellos, amenazante. Pero en sus labios suena tranquilizador. Un año... Ellos se entregan, no tienen más opción que confiar en esta joven calma y segura. Le señalan la puerta, casi sin mirarla.
Hisa busca el permiso en sus ojos. Ellos asienten, e Hisa se pone de pie y camina hacia el lugar que le han indicado. Se sienta, en el mismo espacio en que se sentó la mujer tantas tardes, la misma mujer que ahora la observa con velada ansiedad, y golpea suavemente, sobre la puerta de madera.


XVI

El primer golpe suena, y me despierta de mi sueño. Es un golpe fugaz en la puerta, no se repite, ninguna voz lo acompaña. Espero, en silencio, con los ojos cerrados. El aliento se suspende un instante, hasta que el golpe se repite. Un nuevo golpe, casi tan imperceptible como el anterior. Alguien está sentado al otro lado de la puerta, porque la luz del corredor no se filtra por debajo. Alguien quiere comunicarse conmigo. Alguien que anuncia que está ahí, esperando. No puedo, no pienso responder.
Vuelvo a cerrar los ojos. Y deseo con todas mis fuerzas que se vaya. Quien sea, que se vaya. Pero el golpe se repite. Esta vez es levemente más fuerte. El sonido retumba en mi habitación. Invade todas las moléculas del aire. Pugna por llegar hasta mí. Infiltrarse en mis oídos. Corromper mi sangre.
Me entierro aún más bajo las sábanas. Me alejo de la puerta. Cubro mi cabeza, busco un rincón en el lado opuesto del cuarto, y me refugio allí. Otro golpe más. El asedio no cesa. Tarareo una canción, para tapar el sonido. Pero lo escucho, de todos modos, lo escucho. Quiero que se vaya. Canto, canto, con una voz algo deshecha, quebrada. Los filamentos de sonido empujan la garganta, liberándose al espacio compacto entre la boca y la sábana.
De pronto, los golpes cesan. Y la luz vuelve a entrar por debajo de la puerta.

XVII

No entiendo qué es lo que sucede. No puede ser mi padre. A mi padre nunca le ha interesado comunicarse conmigo, ni siquiera cuando estaba fuera. Mi madre tampoco. No se atrevería. Mi madre sólo deja un plato de sopa al otro lado de la puerta. La sopa siempre tiene un sabor amargo, salado, triste.
No quiero saber quién es. Sólo quiero que no regrese.

XVIII

Ha regresado. Es una mujer. Y habla. Despacio. Tiene una voz sonriente, penetrante. Lo que dice se confunde con el sonido de mi llanto, de mi canción. Distingo un nombre, Hisa, que se repite continuamente. Pregunta algo. Habla de lugares, de fechas, de otra gente, de otros cuartos. Las palabras me suenan extrañas. Es una voz engañosa, seductora. No voy a entregarme. Puedo percibir la amenaza, clara como agua, detrás del tintineo amable de sus palabras. Quiere entrar. Está dispuesta a esperar, dice. Ya no la escucho.

XIX

Sueño, nuevamente, con mi cielo estrellado. La brisa, como siempre, agita el sembrado lejano. Como siempre, no hace frío ni calor. Venus brilla en la altura, eclipsando por momentos a los otros astros.
Pero hay algo diferente. No estoy sola esta vez. Hay alguien más en ese campo. Estoy inquieta y, por primera vez en mucho tiempo, me siento y miro alrededor. No distingo a nadie en la negrura de la noche. Hay un árbol, sin embargo, detrás de mí; a una corta distancia de donde estaba recostada. Me pongo de pie con dificultad, temblando. Una emoción desconocida me agita el corazón. No es miedo, es algo aún más profundo. Cuando estoy a centímetros de distancia, apoyo una mano sobre el árbol rugoso. Con cuidado, asomo los ojos al otro lado. Y soy yo. Y también soy ella. Soy yo, cuando vivía la vida que tenía que vivir, pero con la voz de ella, una voz cada vez más profunda, más gutural, más ruin. Me lanzo a correr. Cada vez más rápido. Sin más sentido que el de alejarme de mí, de ambas. Y el cielo comienza a desmoronarse. El cielo son paredes que se derrumban. Las estrellas se saltan de sus lugares. Yo corro, sin freno, sin mirar atrás, porque sé que aunque ella no me siga, finalmente va a alcanzarme. Que no tiene siquiera que hacer el esfuerzo. Que sus brazos inmensos quieren liberarme de las cadenas que ella misma ha creado. Y de pronto me detengo. Estoy llegando al límite. La pared ha caído, y, si sigo corriendo, voy a salir. Salir, a lo desconocido, a la luz cegadora del otro lado. Ella ya espera, sonriendo, allí. Doy la vuelta, comienzo a correr nuevamente. Pero ella está en todos lados. No hace nada, porque sabe que voy a acabar rindiéndome. Me siento en el suelo, con la cabeza pegada a las rodillas, cubriéndome la cabeza con los brazos.
Me despiertan los golpes en la puerta.

XX

Garabateo una nota rápida. La deslizo por debajo de la puerta.

XXI

Amenaza con suicidarse si ella no se va. Hisa dobla el papel con cuidado, y lo confina a las profundidades de su bolso. Hisa ya ha pasado por esto, muchas veces, de modo que no se alarma. Sabe lo que hay que hacer. Que haya enviado una señal, cualquier señal, es un avance. Volverá, dentro de un tiempo. En el momento indicado.

XXII

Hay silencio, ahora. Ella no ha regresado. Sin embargo, aún me cuesta olvidar lo sucedido. Mi sueño, lentamente, ha vuelto a ser lo que era. Pero hay una sombra extraña que no puedo explicar. Un presentimiento.
Mi madre ya no deja el plato de sopa delante de la puerta, de modo que no como. No va a tolerar la situación por mucho más tiempo. Sólo me queda esperar.

XXIII

Menú de hoy: sopa de miso con lágrimas saladas.

XXIV

Las noches cambian. El cielo que se ve desde mi ventana comienza a parecerse más al del sueño. Al que no se desploma. Es una pena que no se vea Venus desde aquí.

XXV

Hisa vuelve. Sabe que esta vez las cosas serán más difíciles. Debe ir con cautela. No mencionará el programa. No mencionará a los otros.
Se sienta junto a la puerta. Su voz ha cambiado. Dice que sabe que ella espera algo. Que ella quiere algo. Aún cuando aparentemente no haga nada para obtenerlo. Que sabe que ella no quiere morir. Que ese cuarto también es un medio, un modo distinto de hacer oír su voz. Que ella, ellos, comprenden. Y que alguna vez, alguna vez, y sólo si ella está de acuerdo, podrían charlar. Ella no le exige nada más. No le pide nada más. Se hará lo que ella quiera.

XXVI

No sé qué siento cuando la escucho nuevamente. Pienso en la nota. Un cosquilleo extraño me sube por la espalda. Me envuelvo sobre mí misma. Las palabras se deslizan por debajo de la puerta. No quiero moverme. Tengo temor de delatarme. Aguardo un instante. Ha dicho... ha dicho que se hará lo que yo quiera.


XXVII


Busco una forma de evadirme de todo. Ya ni siquiera aquí estoy segura. Vuelvo a mi sueño. Mi sueño, que no me traiciona.
Soy tan frágil que incluso el aire puede herirme. Este lugar se derrumba. Se pierde, como arena entre mis manos. Yo estoy obstinada en sostener las paredes. Y no tengo fuerzas para eso. Me pesan incluso las sombras. Me ciegan las luces.
Me recuesto durante las noches, contra la pared. Y lloro.

XXVIII

Esta languidez infinita... estas lágrimas en los confines de los ojos... el leve resplandor que se filtra por la ventana... el alma que se extingue lentamente, en silencio... los reflejos de la ciudad, deformados por mis ojos... estas sábanas casi transparentes... este televisor tartamudo y desteñido... esos pasos intimidantes, al otro lado... el ángulo extraño de mi cuello... estas manos que reposan sobre el vientre... la mirada apagada que, sin embargo, ve, todo lo que hay que ver... esta necesidad de seguir respirando, de existir... la fantasía, tímida, aleteando en la mente, entre escombros...



XXIX


Hisa ha regresado. Muchas veces. Aún no logra que la otra le dirija la palabra. Pero no ha vuelto a hablar de suicidio. Hisa siente que avanza, aunque no haya respuesta. Ha visto fotos de la otra. Siente que la conoce, que todo irá bien esta vez. Le habla de muchas cosas. De cosas que hay afuera, que no duelen, que quizás hasta podrían gustarle. La otra no responde, pero Hisa sabe que la escucha. Percibe los sonidos volátiles del cuerpo que se mueve al otro lado de la pared. De la atención suspendida en el aire. Sabe que pronto harán contacto, de algún modo u otro.
Un nuevo papel se desliza por debajo de la puerta. Por un segundo, Hisa se inquieta. Desenrolla el mensaje. No es una amenaza. Es un pedido. Hisa vuelve a sonreir. Piensa que eso es bueno, el calor regresa a las puntas de sus dedos, a sus mejillas polvorientas de rubor. Sujeta el pedacito de papel con ambas manos. Es un gran, gran paso. Acaso, si cumple con el pedido, ella acceda...


XXX


No han vuelto los pasos a rondar la puerta. Ni la voz que promete. Ahora sí, sé que espero algo.


XXXI


La ventana está abierta. El calor disfrazado de brisa que repta hacia dentro me hace cosquillas en los pies. Tengo los ojos cerrados. Las manos heladas contra el tatami. Y pienso. En lo que está afuera. En lo que no hace daño. La belleza lejana... y los ojos, adheridos al infinito.


XXXII


Los pasos furtivos, y, al otro lado, las sombras de los objetos que me esperan... mis manos ansiosas...


XXXIII


El último rayo de sol se ha evaporado en la negrura de la noche. Las manos van y vuelven sobre la pared, sobre el techo, sobre el suelo. Dibujan, incansables, una y otra vez sobre los mismos espacios. Sobre esta pared, que es menos blanca que ayer, más blanca que mañana. Dibujo. Líneas imperfectas, torcidas, curvas, zigzagueantes, desviadas, superpuestas. En el futón, en el aire. Los ojos, arañados en mi rostro, siguen el rastro de las manos. La estela luminosa que dejan al pasar.


XXXIV


Hay en el aire partículas infinitesimales de luz. Esparcidas por una mano invisible, al azar. La habitación está oscura. El reflejo de las luces de la calle es filtrado, atenuado por la ventana. Reina un silencio absoluto, etéreo, musical. Y miro las estrellas. Las estrellas, que cubren las paredes, el suelo, el televisor, las sábanas. Mis brazos, mis piernas, mi boca, salpicados de azul. Un azul transparente, aún más puro que el azul de mis sueños. Es el cielo que imaginé con mis manos. Y lo contemplo como siempre he querido contemplarlo. Echada en el suelo, con los brazos abiertos, intentando asir de algún modo esa visión prodigiosa. Venus está al alcance de la mano. Brilla como nunca ha brillado en los cielos que han visto otros hombres. Hay constelaciones enteras, la infinidad del universo desplegándose ante mis ojos. Y sigo aquí, pero algo es distinto. Al fin soy libre, libre de los pasos al otro lado, de la voz sonriente, de la sopa de miso, del ruido de los coches en la calle, de la gente que viene y que va, sufriendo en silencio, hiriendo sin darse cuenta. Todos ellos pasan, pasan de largo. Y yo no los veo. Soy liviana, más liviana que un suspiro, y estoy sola. Sola con mi tristeza, que me llena las venas, que circula libremente por mi sangre. Una tristeza embriagadora, serena. Cierro los ojos. Y respiro, una vez más. La última lágrima se desliza por la curva de mi boca.

Carta argumentativa Nº 2

Carta en respuesta a la carta de Victoria, en lalycps.blogspot.com, que a su vez es una respuesta a la primera carta de Eduardo.

Victoria:

Si debo serte sincero, supongo que debo admitir que tu carta, en lugar de aliviar (aunque fuera mínimamente) mi dolor, lo agudizó aún más. Especialmente una palabra, que todavía suena en mi cabeza: "nunca". ¿Por qué nunca, Victoria, por qué? Tu carta es cruel, tu carta me duele. Me comparás con un animal, y no hay nada más lejano a lo animal que lo que siento por vos.

Me pedís comprensión, pero no buscás entenderme. Yo sé que no estoy loco, que lo que veía en tus ojos cuando hablábamos existió, que no fue solamente un espejismo, una ilusión.

Muchas cartas han sido escritas por muchos hombres a lo largo de la historia; rechazadas, destruídas, contestadas. Pero los sentimientos, la pasión que admirás en Romeo o en Werther, son iguales; el fuego es el mismo, aún más fuerte. Lo único diferente sos vos, y quizás yo. Mi amor es único porque, a pesar de las Julietas verdaderas y las de papel, nunca existió en el mundo una mujer como vos. Y no entiendo qué es lo que hace que este amor hermoso y avasallante que siento por vos te lastime.

Entiendo que pienses que, si no hablás conmigo, todo va a pasar, con el tiempo o con la ausencia. Pero te equivocás. Cada mirada que me negás, cada saludo que muere en tu boca, cada roce que evitás, me atrae más hacia vos. Nada podrá convencerme de que no somos uno para el otro, sólo falta que lo entiendas vos. Yo, mientras, voy a esperar. Todo lo que sea necesario.

Y si es preciso que vuelva a pararme sobre el escritorio, lo voy a hacer. ¡Y no van a alcanzarme miles de escritorios, y millones de compañeros de trabajo para gritarte lo que siento!

Voy a estar en todas partes, Victoria. Cuando mires por la ventana de tu departamento, cuando viajes en un colectivo y confundas mi cara con la de un desconocido, cuando por la radio pasen los temas que descubrimos juntos, cuando al fin te des cuenta, porque ya no puedas negarlo, de que sentís lo mismo que yo. Yo, que voy a seguir esperando. Aunque no quieras darte cuenta, aunque huyas, voy a seguir ahí. Y si esta carta no cumple con su cometido, llegarán otras. Muchas otras, hasta que digas que sí.

Espero

Eduardo.


Respuesta Nº1

Esta carta responde a la carta de Pedro - para encontrarla ir al blog lalycps.blogspot.com -.


Pedro:

No te lo tomes a mal, pero cuando leí tu carta no pude menos que reirme. Viejo... ¿cuántos años tenés? Asustado por una nena de cinco añitos...

Entiendo que, evidentemente, la mocosa es medio maleducada, ¡pero no podés dejar que te afecte así! En cuanto a la madre; andá a saber si no fue ella la que hizo algún comentario sobre tu cara, y la nena ahora repite nomás.

Ahora, lo que me pedís... no entiendo por qué tengo que comerme yo todas las peras, cuando tranquilamente podrías poner un cartel del estilo de “NO TOCAR LA MERCADERÍA”, o decir que el que agarra alguna fruta la tiene que comprar. Además, sinceramente te lo digo, no tengo un peso. Estamos a fin de mes, y apenas llego a comprar lo que necesitamos para todos los días. Victoria está haciendo malabares con las cuentas, y no creo que tu propuesta de comprar el cajón de peras vaya a ponerla muy contenta. Es verdad que los chicos comen bastantes porquerías, y poca verdura; pero tampoco puedo obligarlos. No sabés el berrinche que me armó el otro día Loli para comer un tomate.

Disculpame, Pedro, pero no voy a poder ayudarte esta vez. Vas a tener que encontrar una manera de arreglar el problema vos solo. No sé, de última podés hablarlo con la madre, fijate.

Un saludo de,

Julio

PD: Che, hace un ratito estaba viendo un programa en Infinito que hablaba de traumas de la infancia y cosas así. Era medio parecido a lo que me contás vos; esto de reaccionar exageradamente a algo, pero sin saber por qué. Si querés, un día de estos Victoria te pasa el teléfono de la psicóloga de Mateo, que parece que es bastante buena. Avisame.

Carta argumentativa Nº 1

19 de Noviembre de 1980

Querido C.:

Me alegra haber recibido tu carta; a decir verdad, la esperaba ya desde hace un tiempo, pero me alegró que al fin te hubieses decidido a escribirme. Transmitiré tus saludos a Amanda y los niños, puedes estar seguro. Envíale los míos a Lucy.

Siento no tener tiempo para ponerte al día con las trivialidades de nuestra vida diaria, pero tengo asuntos más importantes que tratar contigo. ¿Recuerdas el viaje del que te hablé el pasado mes? No pude realizarlo, papá enfermó nuevamente, y debimos suspender nuestros planes, sin saber aún cuando podremos retomarlos. Estuvo muy grave durante varios días. El doctor Shempson lo visitó mañana y noche durante toda la semana, y realmente temimos que no sobreviviera esta vez. Incluso hicimos que los niños se despidieran de él... tan incierto era su estado. Me sería difícil describir nuestra ansiedad y nuestro desconcierto durante la semana. Pero la providencia nos iluminó nuevamente, y el sábado la fiebre cedió por fin, y padre volvió a respirar sin dificultad. El día de ayer retomó su cargo en la oficina, y volvimos a trabajar en los papeles de la fábrica. ¡Qué obstinado ha sido siempre el querido viejo! No he encontrado forma de que entendiese que las cosas no son ya como eran en su época; se resiste a aceptar que nuestros trabajadores han comenzado a sindicalizarse, y que sus reclamos no pueden manejarse como antes.

Despierta todos los días a las cinco y media de la madrugada, e invariablemente desayuna junto a mí; invariablemente huevos con tocino, aún cuando el doctor Shempson se los ha prohibido. Luego nos dirigimos al estudio, donde trabajamos a lo largo de la mañana, el mediodía, y aún parte de la tarde. Amanda nos trae el almuerzo al estudio, donde también tomamos nuestro té, rigurosamente a las cinco de la tarde. Luego, cuando acabamos con todos los papeles, yo parto hacia la fábrica, y él toma un baño. Cuando regreso, encuentro a toda la familia reunida alrededor de la mesa principal, cenamos en silencio, y Amanda y yo recostamos a los niños mientras él lee su diario. Lo acompañamos a la sala, donde toma su café e inquiere sobre asuntos nuevos de la fábrica. A las nueve y media de la noche nos saluda y se retira a sus aposentos. Es entonces que Amanda y yo podemos también abandonar la estancia.

Nunca cambiamos esta rutina, ya que él es extremadamente sensible a los cambios, aún a las mínimas alteraciones. Es por eso que no he podido hablarle de ti. Me ha preguntado por tu familia, y algunas veces por la fábrica, pero he logrado evadir el tema. No sé por cuanto tiempo podré seguir haciéndolo. Sospecho que intuye algo, pero aún no me lo ha comunicado. Espera el momento adecuado. Y cuando me lo pregunte no podré negar la verdad. No sé a ciencia cierta qué sucederá entonces. Supongo que enviará a James a buscarte, y sólo el Señor sabe cómo se desencadenarán los hechos. C., debes hacerme caso. No habrá escapatoria cuando sepa lo de la fábrica. Te destruirá. Y quizás también a mí. Es lo único por lo que vive. A veces pienso que se niega a morir, para poder continuar contando los billetes, y firmando los papeles en el escritorio. La fábrica es su vida, y su cuerpo gris me recuerda cada vez más al humo de las chimeneas. Siempre llega al borde del abismo, pero da un paso atrás. Y yo lo observo, impotente, inútil. La fábrica me consume, me consume como se consume el carbón en las calderas. Y yo pongo azúcar en su té. Por eso he pensado... ¡Ah, C., he pensado tantas cosas! Volveré a decírtelo: necesito que vengas. Te necesito aquí ahora. Me cuesta cada vez más sostener esta situación. Ya ni siquiera puedo hablar con Amanda. La rutina de papá la desgasta, está cansada, y mi humor ha cambiado. Casi no veo a los niños durante la semana, aunque pienso en ellos todo el tiempo.

Tienes que venir, ya no te lo pido como hermano, te lo pido como compañero. Aunque no estés aquí, sé que sufres. Y sé que esto puede acabar. Debemos enfrentar de una vez por todas nuestra situación. Piénsalo. Sé que te duele, pero debes considerarlo. Yo no puedo hacerlo solo. No soy valiente, eso lo he sabido siempre, pero la desesperación me carcome, estoy muerto en vida, y no puedo seguir así. No puedo arrastrar a esta miseria a Amanda y los niños. Tú no le ofreciste esta vida a Lucy cuando la desposaste. Piensa en todo lo que podríamos hacer si no estuviésemos atados a la fábrica. Recuerda nuestros sueños juveniles, los viajes que planeamos juntos, los paisajes que soñamos ver. Los paisajes que hemos cambiado por el humo y la suciedad de estas ciudades hediondas y enfermas. Mientras él sigue ahí, avaro, guardando cada centavo dentro de su saco. Y los paisajes detrás suyo, la libertad detrás suyo, nuestra independencia, detrás suyo. Está enfermo, pero se niega a dejarnos pasar, C., y tú lo sabes bien. No puedes negarte ahora. No con lo que ha sucedido. Quizás, si vinieses, podrías despedirte de él. Definitivamente. No sabemos cuál será la enfermedad que lo lleve. Y no podemos esperar más. No podemos apretar los puños cada vez que el doctor sale de su habitación y nos dice que esperemos. He esperado quince años, C.. Es mucho tiempo. Es hora de tomar el destino en nuestras manos. Finalmente...

Y, C., no creas que no he llorado. No creas que no me he horrorizado de mi mismo, que no me he odiado, que no he creído que soy yo el enfermo. Pero veo a Amanda, y veo a los niños, y leo lo que me cuentas sobre Lucy, y finalmente me doy cuenta de que no es así, que es su enfermedad la que nos está envenenando, lentamente, a todos. Sólo se necesita un segundo, C., un segundo para cambiarlo todo. Un accidente, una distracción, un instante de valor, y todo habrá acabado. Un instante de valor y podremos alejarnos de aquí. Un instante de valor para comprar nuestro futuro. Todo tiene un precio, C., pero piensa, piensa si podrás vivir con tu conciencia sabiendo que tuviste la oportunidad, y no hiciste nada, que condenaste a tu esposa, y quizás también a tus futuros hijos, a una vida gris, monótona, fría. Es sólo una leve presión en la espalda, un roce fortuito, y los pies se deslizan por el borde del abismo. Y los prisioneros cantan su libertad. Ya no lloran, porque saben que no tuvieron opciones, que están juntos, que han hecho algo grande por las vidas de quienes realmente aman. Es por ti y por mí, C., y es por ellos.

Son las dos de la madrugada, y estoy exhausto. Deberé estar en pie a las cinco y treinta para el desayuno. Debo dejarte. Por favor, contesta. Por favor, sé valiente. Por favor, ayúdame.

Tu hermano,

H.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Primer parcial de taller

Esta escena es una muestra característica en muchos aspectos del texto de Mansilla Una excursión a los indios ranqueles. La excursión en cuestión fue encargada a su autor en el marco de las negociaciones que mantuvo el gobierno de D. F. Sarmiento previo a lo que luego fue la “conquista del desierto”. La sociedad de la época era vista a través de una escisión entre los “civilizados” y los “bárbaros” o “salvajes”. Mansilla pertenecía a la “civilización”, habiéndose educado en el exterior, en contacto con las élites europeas, y emparentado con Juan Manuel de Rosas. Sin embargo, a pesar de formar parte de ese “nosotros” privilegiado, Mansilla tenía una mirada muy crítica hacia su propia sociedad y el modo en que se veía al otro.

Esta anécdota, justamente, toma sentido en el marco de su crítica a la mirada que los poderosos tenían sobre los indígenas; y de la “desmitificación” que lleva a cabo en el texto de ciertos aspectos de la vida de los nativos que hacían que se los considerara “bárbaros” e inferiores. Aquí, como en varios otros fragmentos, Mansilla llama la atención sobre la hipocresía de la civilización en cuanto a sus propios valores y al modo de juzgar y clasificar a quienes son diferentes. El autor aboga en pos de la igualdad – “ (...) como si todos no derivásemos de un tronco común, como si la “planta hombre” no fuese única en su especie (...)” – y de la toma de conciencia sobre los cánones éticos y morales de su “nosotros”. También hace alusión a los progresos técnicos de su época (nótese que menciona el vuelo como una posibilidad cercana) que, sin embargo, no podrán penetrar la esencia del hombre.

En esa misma línea es válido prestar atención a la construcción que realiza Mansilla del Otro, en este caso, Ramón. En la circunstancia de la preparación de un viaje (una partida, un regreso), Ramón se muestra solícito con el viajero, preocupándose por su bienestar más que el mismísimo Mariano Rosas, el cacique “civilizado”, que supuestamente ha recibido una educación superior que el cacique Ramón.

Luego de aclarar que “ (...) en una tierra donde los alimentos no se compran; donde el que tiene necesidad pide con vuelta.”, Mansilla muestra cómo, tras discutir sus necesidades con Ramón, éste le solicita los utensilios que necesitará para la platería y que el autor puede proveerle. Sin embargo, durante el diálogo que ambos mantienen a este efecto, se produce un malentendido: Ramón pide a Mansilla “Atíncar”. Mansilla primero piensa que ésta es una palabra araucana, pero cuando el cacique insiste en que no lo es, el autor no tarda en tacharlo de ignorante y bárbaro. Sin embargo, cuando regresa a Río Cuarto y comprueba que era Ramón quien llevaba la razón, lamenta lo sucedido, desencadenando una reflexión que tiene mucho de antropológica – no se debe olvidar que en esa época, el modelo de construcción del otro era la Diferencia, que clasificaba a las culturas como Civilizadas, Bárbaras o Salvajes de acuerdo al grado de progreso, evolución y adquisiciones culturales que éstas poseyeran -.

Aunque sabemos que este texto fue publicado en forma epistolar, dirigida a Santiago Arcos, este fragmento en particular no lo aclara, y se deduce de él que está dirigido al “nosotros” que integra el autor; los hombres civilizados de la metrópoli, prejuiciosos y obsesionados con el progreso técnico. Intenta desmitificar la versión que éstos tienen sobre los indios, considerados inferiores e indignos de ser “incluidos”. Para eso, enfrenta al destinatario con los hechos, y su equivocación (la del autor) pasa a ser la equivocación de todos los que son “como él”.

Con este objetivo, Mansilla – como autor y también como narrador – se presenta a sí mismo como parte del entorno social del futuro lector, para hacerlo experimentar más fuertemente esa alteridad, que él no considera Diferente sino diversa. Aún sin ser “oficialmente” un etnólogo, Mansilla construye un tipo de autoridad etnográfica relacionada con el hecho de que él – como dice Geertz – “estuvo ahí”, y experimentó con sus propios sentidos y su percepción a los indígenas. Cuando relata sus costumbres es meramente descriptivo, evitando los juicios de valor que sí emite sobre su propia sociedad. Por partes utiliza un lenguaje más “crudo”, con modismos del dialecto indígena, pero cuando reflexiona sobre la civilización, entremezcla frases en francés, inglés y latín. En este fragmento del texto en especial, la principal herramienta que utiliza para afirmar su autoridad es la reproducción del diálogo.

Reproducir un diálogo de forma tan minuciosa es una prueba innegable de que el autor – etnógrafo “estuvo allí”. Además, aprovecha la anécdota para nombrar varias otras que avalan su experiencia en el mismo sentido “ (...) de las humillaciones que acababa de recibir, de mi humillación en presencia del fuelle, de mi humillación ante doña Fermina (...) ”.

El modo de intentar convencer al lector de que, de haber estado en su lugar hubiera experimentado lo mismo y llegado a las mismas conclusiones tiene que ver con varios recursos, a saber: como ya he mencionado, el diálogo, la prueba “científica” que provee el diccionario y; sobre todo, la presentación de sus reflexiones como una subjetividad objetivada. Esto quiere decir que, aunque el autor es quien reflexiona – de este modo la conclusión es subjetiva -, no se presenta como un individuo (“creo que”, “me parece”, “opino”) sino como parte de la conciencia del lector, como integrante de su grupo, presentando sus razonamientos como hechos, como realidades absolutas.

Finalmente, en relación con la observación de Geertz sobre B. Malinowski, puede decirse que la observación hecha a este autor también es válida para Mansilla. A lo largo de Excursión..., este autor utiliza lo que ve como desencadenante de un extrañamiento hacia su propia cotidianeidad y sus propias costumbres. Esto se pone de manifiesto en la conclusión de este fragmento, al decir “ (...) somos muy altaneros, que vivimos en la ignorancia, de una vanidad descomunal, irritante, que ha penetrado en la oscuridad nebulosa de los cielos con el telescopio (...) ”. Mansilla es un etnógrafo muy particular, que no cede ante el temor, mencionado por Geertz, de los antropólogos de “caer” en la narrativa literaria y por eso desprestigiar sus conclusiones o restarles credibilidad. Su viaje hacia los Ranqueles es también un viaje de descubrimiento interior, de autoconocimiento, de cuestionamientos filosos a su sociedad. Como ejemplo, es posible citar parte del capítulo X, donde afirma “Es indudable que la civilización tiene sus ventajas sobre la barbarie; pero no tantas como aseguran los que se dicen civilizados. La civilización consiste (...) en varias cosas.”. Tras eso, procede a una enumeración de los aspectos que él cree constitutivos de la civilización, y se cuestiona muchos de ellos. Lo mismo sucede en el fragmento referito a la felicidad y los derechos de los hombres “Sí, yo tengo derecho a ser feliz, como tengo derecho a ser libre”.

En resumen; en este texto, Mansilla pone de manifiesto los errores de juicio de los suyos, sin apartarse nunca, sin embargo, de sus clasificaciones, pero utilizándolas de modo dialéctico, para negar los que éstas implican. Reclama una mirada más justa sobre el indio, y al mismo tiempo construye un relato que es, indudablemente, atrapante.