viernes, 8 de mayo de 2009

Espejos

La mujer era aún joven. Caminaba por la casa sin rumbo fijo, evitando los espejos, fascinándose ante los ventanales. Era una tarde de Septiembre, y el calor de la primavera comenzaba a insinuarse. Pero las habitaciones, ahora casi desiertas, se obstinaban en conservar - en cada rincón, en cada superficie - rastros del invierno. Y la mujer tenía frío. Un leve resplandor se colaba por las ventanas y por debajo de las puertas, manchando de luz algunos muebles indefensosSe detuvo ante una ventana.
¿Había levantado la persiana esa mañana? No lo recordaba. Sus ojos se fijaron en el lago, y observó que las aguas estaban inusitadamente calmas. Ella también. Todo estaría bien mientras no se acercara a los espejos. Por un instante deseó estar lejos de allí, junto con los que se habían ido.
Muchas veces soñaba que volvían, y que ella también volvía. La que alguna vez había sido. Sin preocupaciones, sin miedos, sin esa recurrente sensación de vacío. Los sueños eran tan vívidos que por un momento olvidaba todo. Pero ese momento, como todo lo que la mujer conocía, se esfumaba rápidamente, y con igual velocidad la ausencia volvía a apoderarse de su cuerpo.
Se apartó de la ventana y se acercó a la única mesa baja que quedaba sin cubrir. Buscó con la mirada la sábana gris con la que debía taparla. Y sus ojos tropezaron con un libro que llamó fuertemente su atención. No creía haberlo visto antes, y aún así le resultó familiar. Una extraña fascinación la empujó hacia él. Sin saber cómo, encontró que el libro estaba de pronto en sus manos, y ella lo estaba observando. Lo primero que notó es que parecía nuevo, como si acabaran de escribirlo exclusivamente para que llegara a sus manos. Era también un libro colorido, en cuya tapa brillaba la imagen de un violín. La imagen la seducía... le recordó a ella misma en su juventud, cuando su cuerpo se asemejaba a ese instrumento: brillante, tentador... incluso artístico. La ruinosa figura que ella palpaba durante sus baños, consumida y enfermiza, había sido una vez distinta. Y el libro estaba allí para recordárselo. De eso, por primera vez en mucho tiempo, estaba segura.
Al abrirlo, la sorprendió la tipografía confusa, desordenada. Pero descubrió que, al pasear sus ojos sobre el texto, las letras se iban encadenando solas, dando forma a pensamientos y emociones diferentes, reveladores. Sus pies se movían al ritmo de la historia. Caminaba con la vista fija en el libro, pero los obstáculos parecían esquivarla. En el texto no había argumento ni nombres - más que el de un personaje, Meg -, y sin embargo todo era claro. Cada nueva frase apuñalaba un viejo dolor en su interior, cada nuevo paso la alejaba más de ella misma. Sus pies, o el libro (no podía ni quería saberlo) la introdujeron en el paisaje. Cada vez era más ligera, cada vez era más volátil. El libro la absorbía completa, la succionaba lentamente; por partes, sin violencia. En cada hoja dejaba un aliento, en cada coma, una angustia...
La noche impregnaba lentamente el aire. Las sombras invadían la casa vacía... el viento comenzó a agitar las aguas del lago, y bajo el último rayo de sol primaveral, sólo quedaron las páginas alborotadas, pero vacías, del libro
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