viernes, 14 de agosto de 2009

Cuento, última parte

XXVIII

Esta languidez infinita... estas lágrimas en los confines de los ojos... el leve resplandor que se filtra por la ventana... el alma que se extingue lentamente, en silencio... los reflejos de la ciudad, deformados por mis ojos... estas sábanas casi transparentes... este televisor tartamudo y desteñido... esos pasos intimidantes, al otro lado... el ángulo extraño de mi cuello... estas manos que reposan sobre el vientre... la mirada apagada que, sin embargo, ve, todo lo que hay que ver... esta necesidad de seguir respirando, de existir... la fantasía, tímida, aleteando en la mente, entre escombros...



XXIX


Hisa ha regresado. Muchas veces. Aún no logra que la otra le dirija la palabra. Pero no ha vuelto a hablar de suicidio. Hisa siente que avanza, aunque no haya respuesta. Ha visto fotos de la otra. Siente que la conoce, que todo irá bien esta vez. Le habla de muchas cosas. De cosas que hay afuera, que no duelen, que quizás hasta podrían gustarle. La otra no responde, pero Hisa sabe que la escucha. Percibe los sonidos volátiles del cuerpo que se mueve al otro lado de la pared. De la atención suspendida en el aire. Sabe que pronto harán contacto, de algún modo u otro.
Un nuevo papel se desliza por debajo de la puerta. Por un segundo, Hisa se inquieta. Desenrolla el mensaje. No es una amenaza. Es un pedido. Hisa vuelve a sonreir. Piensa que eso es bueno, el calor regresa a las puntas de sus dedos, a sus mejillas polvorientas de rubor. Sujeta el pedacito de papel con ambas manos. Es un gran, gran paso. Acaso, si cumple con el pedido, ella acceda...


XXX


No han vuelto los pasos a rondar la puerta. Ni la voz que promete. Ahora sí, sé que espero algo.


XXXI


La ventana está abierta. El calor disfrazado de brisa que repta hacia dentro me hace cosquillas en los pies. Tengo los ojos cerrados. Las manos heladas contra el tatami. Y pienso. En lo que está afuera. En lo que no hace daño. La belleza lejana... y los ojos, adheridos al infinito.


XXXII


Los pasos furtivos, y, al otro lado, las sombras de los objetos que me esperan... mis manos ansiosas...


XXXIII


El último rayo de sol se ha evaporado en la negrura de la noche. Las manos van y vuelven sobre la pared, sobre el techo, sobre el suelo. Dibujan, incansables, una y otra vez sobre los mismos espacios. Sobre esta pared, que es menos blanca que ayer, más blanca que mañana. Dibujo. Líneas imperfectas, torcidas, curvas, zigzagueantes, desviadas, superpuestas. En el futón, en el aire. Los ojos, arañados en mi rostro, siguen el rastro de las manos. La estela luminosa que dejan al pasar.


XXXIV


Hay en el aire partículas infinitesimales de luz. Esparcidas por una mano invisible, al azar. La habitación está oscura. El reflejo de las luces de la calle es filtrado, atenuado por la ventana. Reina un silencio absoluto, etéreo, musical. Y miro las estrellas. Las estrellas, que cubren las paredes, el suelo, el televisor, las sábanas. Mis brazos, mis piernas, mi boca, salpicados de azul. Un azul transparente, aún más puro que el azul de mis sueños. Es el cielo que imaginé con mis manos. Y lo contemplo como siempre he querido contemplarlo. Echada en el suelo, con los brazos abiertos, intentando asir de algún modo esa visión prodigiosa. Venus está al alcance de la mano. Brilla como nunca ha brillado en los cielos que han visto otros hombres. Hay constelaciones enteras, la infinidad del universo desplegándose ante mis ojos. Y sigo aquí, pero algo es distinto. Al fin soy libre, libre de los pasos al otro lado, de la voz sonriente, de la sopa de miso, del ruido de los coches en la calle, de la gente que viene y que va, sufriendo en silencio, hiriendo sin darse cuenta. Todos ellos pasan, pasan de largo. Y yo no los veo. Soy liviana, más liviana que un suspiro, y estoy sola. Sola con mi tristeza, que me llena las venas, que circula libremente por mi sangre. Una tristeza embriagadora, serena. Cierro los ojos. Y respiro, una vez más. La última lágrima se desliza por la curva de mi boca.

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