viernes, 25 de septiembre de 2009

Carta argumentativa Nº 1

19 de Noviembre de 1980

Querido C.:

Me alegra haber recibido tu carta; a decir verdad, la esperaba ya desde hace un tiempo, pero me alegró que al fin te hubieses decidido a escribirme. Transmitiré tus saludos a Amanda y los niños, puedes estar seguro. Envíale los míos a Lucy.

Siento no tener tiempo para ponerte al día con las trivialidades de nuestra vida diaria, pero tengo asuntos más importantes que tratar contigo. ¿Recuerdas el viaje del que te hablé el pasado mes? No pude realizarlo, papá enfermó nuevamente, y debimos suspender nuestros planes, sin saber aún cuando podremos retomarlos. Estuvo muy grave durante varios días. El doctor Shempson lo visitó mañana y noche durante toda la semana, y realmente temimos que no sobreviviera esta vez. Incluso hicimos que los niños se despidieran de él... tan incierto era su estado. Me sería difícil describir nuestra ansiedad y nuestro desconcierto durante la semana. Pero la providencia nos iluminó nuevamente, y el sábado la fiebre cedió por fin, y padre volvió a respirar sin dificultad. El día de ayer retomó su cargo en la oficina, y volvimos a trabajar en los papeles de la fábrica. ¡Qué obstinado ha sido siempre el querido viejo! No he encontrado forma de que entendiese que las cosas no son ya como eran en su época; se resiste a aceptar que nuestros trabajadores han comenzado a sindicalizarse, y que sus reclamos no pueden manejarse como antes.

Despierta todos los días a las cinco y media de la madrugada, e invariablemente desayuna junto a mí; invariablemente huevos con tocino, aún cuando el doctor Shempson se los ha prohibido. Luego nos dirigimos al estudio, donde trabajamos a lo largo de la mañana, el mediodía, y aún parte de la tarde. Amanda nos trae el almuerzo al estudio, donde también tomamos nuestro té, rigurosamente a las cinco de la tarde. Luego, cuando acabamos con todos los papeles, yo parto hacia la fábrica, y él toma un baño. Cuando regreso, encuentro a toda la familia reunida alrededor de la mesa principal, cenamos en silencio, y Amanda y yo recostamos a los niños mientras él lee su diario. Lo acompañamos a la sala, donde toma su café e inquiere sobre asuntos nuevos de la fábrica. A las nueve y media de la noche nos saluda y se retira a sus aposentos. Es entonces que Amanda y yo podemos también abandonar la estancia.

Nunca cambiamos esta rutina, ya que él es extremadamente sensible a los cambios, aún a las mínimas alteraciones. Es por eso que no he podido hablarle de ti. Me ha preguntado por tu familia, y algunas veces por la fábrica, pero he logrado evadir el tema. No sé por cuanto tiempo podré seguir haciéndolo. Sospecho que intuye algo, pero aún no me lo ha comunicado. Espera el momento adecuado. Y cuando me lo pregunte no podré negar la verdad. No sé a ciencia cierta qué sucederá entonces. Supongo que enviará a James a buscarte, y sólo el Señor sabe cómo se desencadenarán los hechos. C., debes hacerme caso. No habrá escapatoria cuando sepa lo de la fábrica. Te destruirá. Y quizás también a mí. Es lo único por lo que vive. A veces pienso que se niega a morir, para poder continuar contando los billetes, y firmando los papeles en el escritorio. La fábrica es su vida, y su cuerpo gris me recuerda cada vez más al humo de las chimeneas. Siempre llega al borde del abismo, pero da un paso atrás. Y yo lo observo, impotente, inútil. La fábrica me consume, me consume como se consume el carbón en las calderas. Y yo pongo azúcar en su té. Por eso he pensado... ¡Ah, C., he pensado tantas cosas! Volveré a decírtelo: necesito que vengas. Te necesito aquí ahora. Me cuesta cada vez más sostener esta situación. Ya ni siquiera puedo hablar con Amanda. La rutina de papá la desgasta, está cansada, y mi humor ha cambiado. Casi no veo a los niños durante la semana, aunque pienso en ellos todo el tiempo.

Tienes que venir, ya no te lo pido como hermano, te lo pido como compañero. Aunque no estés aquí, sé que sufres. Y sé que esto puede acabar. Debemos enfrentar de una vez por todas nuestra situación. Piénsalo. Sé que te duele, pero debes considerarlo. Yo no puedo hacerlo solo. No soy valiente, eso lo he sabido siempre, pero la desesperación me carcome, estoy muerto en vida, y no puedo seguir así. No puedo arrastrar a esta miseria a Amanda y los niños. Tú no le ofreciste esta vida a Lucy cuando la desposaste. Piensa en todo lo que podríamos hacer si no estuviésemos atados a la fábrica. Recuerda nuestros sueños juveniles, los viajes que planeamos juntos, los paisajes que soñamos ver. Los paisajes que hemos cambiado por el humo y la suciedad de estas ciudades hediondas y enfermas. Mientras él sigue ahí, avaro, guardando cada centavo dentro de su saco. Y los paisajes detrás suyo, la libertad detrás suyo, nuestra independencia, detrás suyo. Está enfermo, pero se niega a dejarnos pasar, C., y tú lo sabes bien. No puedes negarte ahora. No con lo que ha sucedido. Quizás, si vinieses, podrías despedirte de él. Definitivamente. No sabemos cuál será la enfermedad que lo lleve. Y no podemos esperar más. No podemos apretar los puños cada vez que el doctor sale de su habitación y nos dice que esperemos. He esperado quince años, C.. Es mucho tiempo. Es hora de tomar el destino en nuestras manos. Finalmente...

Y, C., no creas que no he llorado. No creas que no me he horrorizado de mi mismo, que no me he odiado, que no he creído que soy yo el enfermo. Pero veo a Amanda, y veo a los niños, y leo lo que me cuentas sobre Lucy, y finalmente me doy cuenta de que no es así, que es su enfermedad la que nos está envenenando, lentamente, a todos. Sólo se necesita un segundo, C., un segundo para cambiarlo todo. Un accidente, una distracción, un instante de valor, y todo habrá acabado. Un instante de valor y podremos alejarnos de aquí. Un instante de valor para comprar nuestro futuro. Todo tiene un precio, C., pero piensa, piensa si podrás vivir con tu conciencia sabiendo que tuviste la oportunidad, y no hiciste nada, que condenaste a tu esposa, y quizás también a tus futuros hijos, a una vida gris, monótona, fría. Es sólo una leve presión en la espalda, un roce fortuito, y los pies se deslizan por el borde del abismo. Y los prisioneros cantan su libertad. Ya no lloran, porque saben que no tuvieron opciones, que están juntos, que han hecho algo grande por las vidas de quienes realmente aman. Es por ti y por mí, C., y es por ellos.

Son las dos de la madrugada, y estoy exhausto. Deberé estar en pie a las cinco y treinta para el desayuno. Debo dejarte. Por favor, contesta. Por favor, sé valiente. Por favor, ayúdame.

Tu hermano,

H.

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