viernes, 25 de septiembre de 2009

Contra la pared

Para mi madre, el origen de toda magia.


Quiero hacer un breve agradecimiento a los que me ayudaron en este proyecto.

A mi papá, por escuchar mis dudas siempre, incluso a las dos de la madrugada, cuando no podía dormir.
A Valentina, que esperó durante horas mientras estaba "inspirada" para que fuera a jugar.
A Juan, que se negó a leer más allá de la segunda carilla.
A mi mamá, que me ayudó durante todo el proceso, como consejera, editora, diccionario de sinónimos...
A mi abuela, que escuchó el cuento leído por mí, aunque le hubiera gustado más leerlo ella.
A mi abuelo, que seguirá preguntándome por el trabajo, aún sabiendo que lo terminé.
A todos los que me ayudaron con consejos, comentarios, palabras de aliento, o simplemente escuchandome cuando dudaba.
Gracias


Nunca he hecho más que esperar
delante de la puerta cerrada.
El amante, M. Duras

All alone, or in two´s,
The ones who really love you
Walk up and down outside the wall.
"Outside the wall"
Pink Floyd


I


Sus pisadas no dejan huella en la calle gris. Son como marcas invisibles en el suelo, borradas por otros pies, por otros pasos. Ella camina. Mirando hacia delante. Hasta parece que nadie la tocara. Todos los que ríen, y empujan, y se abren camino le laceran los oídos con su risa. Pasan tomados del brazo; algunos llevan bebidas en la mano. Caminan a los tropezones, se dejan llevar por la inmensa corriente humana. Pero saben a dónde van. Ella prefiere no recordarlo.
Cruza la calle. El ruido es tan fuerte que parece compacto; una masa colorida en sus oídos, que, de tanta luz, no es posible escuchar. Sentagai bulle al ritmo de esos pasos. Las luces de los carteles, de los coches, de las vidrieras se reproducen en las miles de miradas que absorben la calle. El cielo es de un azul impenetrable, brillante y profundo. Da la sensación de que es imposible separar el cuerpo de ese todo inasible y abrumador, al que da forma, y que lo moldea. Los tristes son extranjeros, desterrados.
Cruza otra calle. Mira hacia abajo. A medida que avanza, deja atrás el hormigueo inquietante en el abdomen. Ya no se oyen gritos ni risas, sino el murmullo de las prendas imitando torpemente el movimiento de sus poseedores, el leve susurro de los pies dentro de los zapatos, una falda que ondea un instante detrás de su dueña. Y ella está vacía. Se siente tranquila porque sabía que ese vacío llegaría. Es momento de no pensar más. Ya no hay de qué preocuparse. La decisión fue tomada hace mucho tiempo, en silencio, irreversible. La decisión fue tomada por ella, y por nadie más. Por primera vez, sólo por ella...
Dobla en una esquina, y acelera el paso. En la puerta de un edificio, se detiene. La llave destraba la cerradura, y ella entra, como si fuera cualquier otro día. Cierra con cuidado, y se dirige al ascensor. Repite el ritual, por última vez. Pulsa el botón luminoso en la pared. No se ha dado cuenta de que el ascensor ya está ahí, esperándola. Desciende en el séptimo piso, y entra al departamento.
Todo sucede en pocos segundos. Abre la mochila y vuelca su contenido sobre el suelo. Una lluvia de llaves, papeles, y objetos pequeños y brillantes se precipitan contra el tatami. Las hojas se escapan de dentro de las carpetas, desgarrándose. Se dirige hacia la cocina, y abre todos los cajones, todas las gavetas. Todo lo que encuentra dentro de ellas desciende al fondo del bolso. Mientras vacía los estantes, en un segundo fugaz, se asombra de sí misma, cuando creía que ya no quedaba lugar para el asombro. Ese impulso inmediato, vivo, le es desconocido. Piensa que en otro momento jamás, jamás se hubiera atrevido... No lo entiende. No le importa.

II

Si abro los ojos, los últimos rayos de sol me atraviesan las pupilas. Parpadeo. Los cierro de vuelta. Pero hay algo en ese sol que se empecina en vulnerar mis defensas, y arremete contra mis párpados cerrados. Una especie de mancha bamboleante y anaranjada que danza en la oscuridad de mis ojos. Hay algo de maravilloso en poder pensar en eso, y sólo en eso. O en la mano que descansa a medias sobre el futón, a medias sobre el tatami. O en estas ganas eternas de dormir.

III

Las sombras relucen en este cuarto infinito. Se alargan por encima de los espacios cubiertos, de las otras sombras. Esta oscuridad, que se enreda sobre mi cuerpo. Esta oscuridad, que es una continuación de mis oscuridades, de ese espacio en mi mente, que palpita, en silencio, aguardando.

IV

Saben que no estoy enferma. Saben que no es tan simple como abrir la puerta, que la pared es un muro, que voy a quedarme. Saben que no hay vuelta atrás. Deben haberlo sospechado cuando vieron los objetos en el suelo de la sala. Y las gavetas abiertas. Mamá dejó un plato de sopa y algo de arroz en la puerta. Tiene miedo de que no quiera comer. He escuchado sus pasos ir y venir por el corredor durante horas. Murmuraba cosas que no pude entender. Papá, imagino, estaba sentado en el comedor, meditando. Como siempre, ausente.


V


No se oye nada. Salvo el ruido metálico del ascensor, o el temblor de la heladera. El calor es agobiante, pegajoso, pero me gusta. Estoy recostada sobre el tatami, cabeza arriba. El aire entra sin dificultad en mis pulmones. Respiro hondo. Miro por la ventana. Por encima de las copas de los edificios, de las antenas, de las luces de los departamentos; por encima, brillan las estrellas. Miro ese trocito de cielo. Muchas de esas luces murieron ya hace tiempo. Y sin embargo, están ahí. Ese cielo y esas estrellas, que son sólo míos. Desde ningún otro punto del planeta pueden verse igual que aquí, en mi habitación. Son míos. Todo lo que quiero tener.


VI


Amanece. Doy la vuelta sobre el futón. Extiendo las sábanas sobre mi cabeza. Intentaré dormir.


VII


Hoy, no sé por qué, encendí el televisor. Lo primero que me sorprendió fue el reloj, en la esquina superior de la pantalla. 2.25 am.. Y al instante, los recuerdos. Volví a ver gente, corriendo ante mis ojos, gente en la que ni siquiera me había fijado antes. Gente que todos los días viajaba conmigo, o tomaba mis clases. Gente por la calle, en los negocios. Gente sonriéndome. Gente que no me veía. Gente que no quería verme. En cámara rápida, invadiendo mi habitación. Mis padres, mis profesores, mis amigos del colegio primario. Corriendo, frenéticamente. Hacia sus trabajos, hacia sus estudios, hacia sus compras, hacia su futuro. Hacia esa vida que los esperaba desde que nacieron. A tomar las decisiones que ya otros habían tomado por ellos. Desesperados, furiosos, alegres, apáticos, tristes, desenfrenados, deprimidos, enamorados, angustiados, ilusionados. Gente para la cual las 2.25 am. es la hora de soñar, de mirar el techo oscuro, de llorar contra la almohada. De esperar el día siguiente. Gente entrando por mi puerta, echándose por la ventana. Gente que quiere que los obedezca, que los escuche, que cumpla con sus expectativas. Que estudie, que me haga cargo de la farmacia, que me case, que tenga hijos, que prospere, que avance. Me lo piden a los gritos. Tiran de mis ropas, de mis cabellos. Destrozan mis sábanas. Gesticulan. Y yo no puedo escapar. Me bloquean la salida. Cada vez son más, rodeándome. Lloro, les pido que se vayan. Por favor, por favor. Pero ellos no ceden. Cada vez me aturden más...

Creo que me desmayé.


VIII

No, no, no, no, no, no quiero salir. No quiero pensarlo. No quiero que llores al otro lado de la puerta. No quiero que me preguntes si estoy bien. No quiero saber que estoy equivocada. No. No quiero saber que estoy perdiendo el tiempo. No quiero encontrarlos ahí, esperando. No quiero que sea una vergüenza. No quiero que inventen nada. No quiero que los demás no lo sepan. No quiero que se preocupen. No quiero intentarlo. No quiero la farmacia. No quiero que me cierren las puertas así, en la cara. No quiero saber quién es mejor. Ni quiero que me quieran. No, no quiero ser una más. No quiero que me ignoren. No quiero que me esperen. No quiero estar despierta. No quiero moverme. No quiero morir. No quiero comprensión. No quiero pena. No quiero que todavía no sea tarde. No quiero que me tiendan la mano, ahora. No quiero que se arrepientan. Quiero estar. Quiero desaparecer.

IX

El calor se ha ido despegando poco a poco de mi cuerpo, sin que me diera cuenta. Igual que el tiempo, que pasa, sin poder diferenciar ayer de hoy. Y yo, quieta. Quieta, entre envoltorios vacíos de comida. Aquí, donde me vuelvo ajena a mí misma. Aquí, donde no me gusta lo que veo cuando miro hacia fuera. Donde intento no mirar hacia dentro. Con el televisor encendido, igual que si estuviera apagado. Con los libros vueltos hacia arriba, mezclados. Con las paredes vacías.
Dibujo en ellas, con mis dedos, líneas imperfectas, torcidas, destinadas a desaparecer. Siempre se borran. Siempre vuelvo a dibujar.
Una capa de polvo se acumula sobre los objetos que me rodean. Quizás también sobre mí. Tengo la sensación de que ya no podría reconocer mi cara, si me enfrentara a un espejo.

X

Ellos no hacen nada. Esperan. Tienen miedo. Ella ya no llora. Tampoco siente nada. Cada tanto pueden oírse sus pasos acercarse o alejarse de la puerta. No sabe qué siente él, porque ya casi no hablan. Él, que nunca estaba, que no tiene razón para estar ahora.
Ella prepara las comidas, y limpia su hogar. Todos los cuartos, meticulosamente, menos uno. Cuando ha terminado, se sienta. De espaldas a la puerta, en silencio. Presiente a la otra, al otro lado; despierta, quizás, durmiendo, probablemente. Muchas veces ha pensado en pasar un mensaje bajo la puerta. Y se ha arrepentido. No sabe qué le diría. No sabe qué diría él si se enterara. No sabe cómo podría reaccionar ella. No sabe si la conoce lo suficiente. No sabe si la conoció en algún momento.
Sólo espera que, del lado opuesto de esa puerta de madera, que pareciera estar trabada desde siempre, la otra pueda sentir, de algún modo, lo que ella querría decirle y no se atreve. Que todavía le cuesta entender los porqués, y no sabe si alguna vez podrá entender. Pero está dispuesta a perdonar. O a pedir perdón. O lo que sea necesario.
En un susurro, se lo ha dicho. Pero él se niega a hablar del tema. Ella le menciona el tiempo. Los meses, que se acercan amenazadoramente a doce. Sabe que él no soporta que le digan eso. Porque no podrá seguir inventando excusas por tanto tiempo. Y ella se aventura un poco más. Le dice que ha estado averiguando, en secreto. Que pueden pasar años sin que nada se solucione. Que tienen que hacer algo. Él la congela con la mirada. Ella agacha la cabeza, los ojos secos. Mañana se sentará junto a la puerta.

XI

Hoy desperté, y mi nombre no estaba. Revisé el cuarto cuidadosamente con los ojos. Lo busqué por todos los rincones. Intenté adivinarlo flotando en el aire. Pero se había escapado. Me sentí desnuda, por un momento. Pero después reí. ¿No era eso lo que había estado buscando? Reí salvajemente, sin control. Temblé, porque la risa desarmó mis huesos, sacudió todos mis músculos. Por un momento, sólo fui el eco de mi risa. Me deshice en ese sonido.

XII

Las estrellas se demoran cada vez más en el cielo. Las noches se hacen eternas. Duermo menos. El invierno ha echado su aliento gélido sobre mi ventana, y todo se ve borroso hacia fuera. Paso el día enredada en una sábana.

XIII

Tengo un sueño que vuelve a mí cada vez que cierro los ojos. Estoy recostada, con los brazos abiertos, en un campo enorme. Tan extenso que es difícil distinguir, de madrugada, dónde acaba la tierra y comienza el cielo. Un cielo azul, espolvoreado de estrellas que, cada vez que titilan, me envían un mensaje, un susurro, un guiño oculto, que sólo yo puedo decodificar. No hay nadie alrededor. Creo que podría tocar Venus si elevara mi brazo. Pero tengo miedo de que se deshaga al contacto con mis manos. Tengo miedo de desarmar el paisaje que, con tanto cuidado, estoy soñando. Entonces no hago nada. Sólo observo la maravilla del universo desenvolviéndose ante mis ojos. De algún modo, yo también estoy disuelta y reflejada en esa imagen. Ya no soy yo.

XIV

Dejo el plato de sopa vacío al otro lado de la puerta. Cierro. Me dejo caer sobre el futón. Y suspiro. Miro el cielo raso blanco. Intento adivinar el cielo verdadero, transparente, al otro lado. Sospecho que será más fácil si cierro los ojos.

XV

Hisa llega temprano. Y la puerta se abre antes de que pueda pulsar el botón del timbre. La hacen pasar. La mujer es muy amable, pero la tristeza la ha consumido. Hisa lo nota apenas la ve. Hisa sabe esas cosas en el instante fugaz en que los ojos se cruzan. Incluso antes. Sonríe y entra. Y es entonces que ve al hombre. Está sentado sobre el tatami, en el fondo de la sala. Mira hacia delante, casi sin parpadear. Tiene sombras en los ojos, y parece estar lejos, indiferente de esa visita. Pero Hisa sabe que él también está triste. De un modo distinto al de su esposa, pero triste.
La mujer toma el bolso de Hisa, y la invita a sentarse también sobre el tatami. Hisa asiente suavemente, y se sienta. Las pulseras tintinean al chocar unas contra otras. La mujer se sienta también, e Hisa espera que comiencen a hablar; ella o el hombre. Pero ambos la observan en silencio, e Hisa decide que no tiene sentido andar con rodeos. Habla de lo que ambos han callado durante tanto tiempo. Pone palabras a los sentimientos que ninguno se creía capaz de reconocer. Les pregunta si los datos que le han dado son correctos. Ellos asienten. Hisa menciona el número que ni el hombre ni la mujer quieren escuchar. El número que flotaba entre ellos, amenazante. Pero en sus labios suena tranquilizador. Un año... Ellos se entregan, no tienen más opción que confiar en esta joven calma y segura. Le señalan la puerta, casi sin mirarla.
Hisa busca el permiso en sus ojos. Ellos asienten, e Hisa se pone de pie y camina hacia el lugar que le han indicado. Se sienta, en el mismo espacio en que se sentó la mujer tantas tardes, la misma mujer que ahora la observa con velada ansiedad, y golpea suavemente, sobre la puerta de madera.


XVI

El primer golpe suena, y me despierta de mi sueño. Es un golpe fugaz en la puerta, no se repite, ninguna voz lo acompaña. Espero, en silencio, con los ojos cerrados. El aliento se suspende un instante, hasta que el golpe se repite. Un nuevo golpe, casi tan imperceptible como el anterior. Alguien está sentado al otro lado de la puerta, porque la luz del corredor no se filtra por debajo. Alguien quiere comunicarse conmigo. Alguien que anuncia que está ahí, esperando. No puedo, no pienso responder.
Vuelvo a cerrar los ojos. Y deseo con todas mis fuerzas que se vaya. Quien sea, que se vaya. Pero el golpe se repite. Esta vez es levemente más fuerte. El sonido retumba en mi habitación. Invade todas las moléculas del aire. Pugna por llegar hasta mí. Infiltrarse en mis oídos. Corromper mi sangre.
Me entierro aún más bajo las sábanas. Me alejo de la puerta. Cubro mi cabeza, busco un rincón en el lado opuesto del cuarto, y me refugio allí. Otro golpe más. El asedio no cesa. Tarareo una canción, para tapar el sonido. Pero lo escucho, de todos modos, lo escucho. Quiero que se vaya. Canto, canto, con una voz algo deshecha, quebrada. Los filamentos de sonido empujan la garganta, liberándose al espacio compacto entre la boca y la sábana.
De pronto, los golpes cesan. Y la luz vuelve a entrar por debajo de la puerta.

XVII

No entiendo qué es lo que sucede. No puede ser mi padre. A mi padre nunca le ha interesado comunicarse conmigo, ni siquiera cuando estaba fuera. Mi madre tampoco. No se atrevería. Mi madre sólo deja un plato de sopa al otro lado de la puerta. La sopa siempre tiene un sabor amargo, salado, triste.
No quiero saber quién es. Sólo quiero que no regrese.

XVIII

Ha regresado. Es una mujer. Y habla. Despacio. Tiene una voz sonriente, penetrante. Lo que dice se confunde con el sonido de mi llanto, de mi canción. Distingo un nombre, Hisa, que se repite continuamente. Pregunta algo. Habla de lugares, de fechas, de otra gente, de otros cuartos. Las palabras me suenan extrañas. Es una voz engañosa, seductora. No voy a entregarme. Puedo percibir la amenaza, clara como agua, detrás del tintineo amable de sus palabras. Quiere entrar. Está dispuesta a esperar, dice. Ya no la escucho.

XIX

Sueño, nuevamente, con mi cielo estrellado. La brisa, como siempre, agita el sembrado lejano. Como siempre, no hace frío ni calor. Venus brilla en la altura, eclipsando por momentos a los otros astros.
Pero hay algo diferente. No estoy sola esta vez. Hay alguien más en ese campo. Estoy inquieta y, por primera vez en mucho tiempo, me siento y miro alrededor. No distingo a nadie en la negrura de la noche. Hay un árbol, sin embargo, detrás de mí; a una corta distancia de donde estaba recostada. Me pongo de pie con dificultad, temblando. Una emoción desconocida me agita el corazón. No es miedo, es algo aún más profundo. Cuando estoy a centímetros de distancia, apoyo una mano sobre el árbol rugoso. Con cuidado, asomo los ojos al otro lado. Y soy yo. Y también soy ella. Soy yo, cuando vivía la vida que tenía que vivir, pero con la voz de ella, una voz cada vez más profunda, más gutural, más ruin. Me lanzo a correr. Cada vez más rápido. Sin más sentido que el de alejarme de mí, de ambas. Y el cielo comienza a desmoronarse. El cielo son paredes que se derrumban. Las estrellas se saltan de sus lugares. Yo corro, sin freno, sin mirar atrás, porque sé que aunque ella no me siga, finalmente va a alcanzarme. Que no tiene siquiera que hacer el esfuerzo. Que sus brazos inmensos quieren liberarme de las cadenas que ella misma ha creado. Y de pronto me detengo. Estoy llegando al límite. La pared ha caído, y, si sigo corriendo, voy a salir. Salir, a lo desconocido, a la luz cegadora del otro lado. Ella ya espera, sonriendo, allí. Doy la vuelta, comienzo a correr nuevamente. Pero ella está en todos lados. No hace nada, porque sabe que voy a acabar rindiéndome. Me siento en el suelo, con la cabeza pegada a las rodillas, cubriéndome la cabeza con los brazos.
Me despiertan los golpes en la puerta.

XX

Garabateo una nota rápida. La deslizo por debajo de la puerta.

XXI

Amenaza con suicidarse si ella no se va. Hisa dobla el papel con cuidado, y lo confina a las profundidades de su bolso. Hisa ya ha pasado por esto, muchas veces, de modo que no se alarma. Sabe lo que hay que hacer. Que haya enviado una señal, cualquier señal, es un avance. Volverá, dentro de un tiempo. En el momento indicado.

XXII

Hay silencio, ahora. Ella no ha regresado. Sin embargo, aún me cuesta olvidar lo sucedido. Mi sueño, lentamente, ha vuelto a ser lo que era. Pero hay una sombra extraña que no puedo explicar. Un presentimiento.
Mi madre ya no deja el plato de sopa delante de la puerta, de modo que no como. No va a tolerar la situación por mucho más tiempo. Sólo me queda esperar.

XXIII

Menú de hoy: sopa de miso con lágrimas saladas.

XXIV

Las noches cambian. El cielo que se ve desde mi ventana comienza a parecerse más al del sueño. Al que no se desploma. Es una pena que no se vea Venus desde aquí.

XXV

Hisa vuelve. Sabe que esta vez las cosas serán más difíciles. Debe ir con cautela. No mencionará el programa. No mencionará a los otros.
Se sienta junto a la puerta. Su voz ha cambiado. Dice que sabe que ella espera algo. Que ella quiere algo. Aún cuando aparentemente no haga nada para obtenerlo. Que sabe que ella no quiere morir. Que ese cuarto también es un medio, un modo distinto de hacer oír su voz. Que ella, ellos, comprenden. Y que alguna vez, alguna vez, y sólo si ella está de acuerdo, podrían charlar. Ella no le exige nada más. No le pide nada más. Se hará lo que ella quiera.

XXVI

No sé qué siento cuando la escucho nuevamente. Pienso en la nota. Un cosquilleo extraño me sube por la espalda. Me envuelvo sobre mí misma. Las palabras se deslizan por debajo de la puerta. No quiero moverme. Tengo temor de delatarme. Aguardo un instante. Ha dicho... ha dicho que se hará lo que yo quiera.


XXVII


Busco una forma de evadirme de todo. Ya ni siquiera aquí estoy segura. Vuelvo a mi sueño. Mi sueño, que no me traiciona.
Soy tan frágil que incluso el aire puede herirme. Este lugar se derrumba. Se pierde, como arena entre mis manos. Yo estoy obstinada en sostener las paredes. Y no tengo fuerzas para eso. Me pesan incluso las sombras. Me ciegan las luces.
Me recuesto durante las noches, contra la pared. Y lloro.

XXVIII

Esta languidez infinita... estas lágrimas en los confines de los ojos... el leve resplandor que se filtra por la ventana... el alma que se extingue lentamente, en silencio... los reflejos de la ciudad, deformados por mis ojos... estas sábanas casi transparentes... este televisor tartamudo y desteñido... esos pasos intimidantes, al otro lado... el ángulo extraño de mi cuello... estas manos que reposan sobre el vientre... la mirada apagada que, sin embargo, ve, todo lo que hay que ver... esta necesidad de seguir respirando, de existir... la fantasía, tímida, aleteando en la mente, entre escombros...



XXIX


Hisa ha regresado. Muchas veces. Aún no logra que la otra le dirija la palabra. Pero no ha vuelto a hablar de suicidio. Hisa siente que avanza, aunque no haya respuesta. Ha visto fotos de la otra. Siente que la conoce, que todo irá bien esta vez. Le habla de muchas cosas. De cosas que hay afuera, que no duelen, que quizás hasta podrían gustarle. La otra no responde, pero Hisa sabe que la escucha. Percibe los sonidos volátiles del cuerpo que se mueve al otro lado de la pared. De la atención suspendida en el aire. Sabe que pronto harán contacto, de algún modo u otro.
Un nuevo papel se desliza por debajo de la puerta. Por un segundo, Hisa se inquieta. Desenrolla el mensaje. No es una amenaza. Es un pedido. Hisa vuelve a sonreir. Piensa que eso es bueno, el calor regresa a las puntas de sus dedos, a sus mejillas polvorientas de rubor. Sujeta el pedacito de papel con ambas manos. Es un gran, gran paso. Acaso, si cumple con el pedido, ella acceda...


XXX


No han vuelto los pasos a rondar la puerta. Ni la voz que promete. Ahora sí, sé que espero algo.


XXXI


La ventana está abierta. El calor disfrazado de brisa que repta hacia dentro me hace cosquillas en los pies. Tengo los ojos cerrados. Las manos heladas contra el tatami. Y pienso. En lo que está afuera. En lo que no hace daño. La belleza lejana... y los ojos, adheridos al infinito.


XXXII


Los pasos furtivos, y, al otro lado, las sombras de los objetos que me esperan... mis manos ansiosas...


XXXIII


El último rayo de sol se ha evaporado en la negrura de la noche. Las manos van y vuelven sobre la pared, sobre el techo, sobre el suelo. Dibujan, incansables, una y otra vez sobre los mismos espacios. Sobre esta pared, que es menos blanca que ayer, más blanca que mañana. Dibujo. Líneas imperfectas, torcidas, curvas, zigzagueantes, desviadas, superpuestas. En el futón, en el aire. Los ojos, arañados en mi rostro, siguen el rastro de las manos. La estela luminosa que dejan al pasar.


XXXIV


Hay en el aire partículas infinitesimales de luz. Esparcidas por una mano invisible, al azar. La habitación está oscura. El reflejo de las luces de la calle es filtrado, atenuado por la ventana. Reina un silencio absoluto, etéreo, musical. Y miro las estrellas. Las estrellas, que cubren las paredes, el suelo, el televisor, las sábanas. Mis brazos, mis piernas, mi boca, salpicados de azul. Un azul transparente, aún más puro que el azul de mis sueños. Es el cielo que imaginé con mis manos. Y lo contemplo como siempre he querido contemplarlo. Echada en el suelo, con los brazos abiertos, intentando asir de algún modo esa visión prodigiosa. Venus está al alcance de la mano. Brilla como nunca ha brillado en los cielos que han visto otros hombres. Hay constelaciones enteras, la infinidad del universo desplegándose ante mis ojos. Y sigo aquí, pero algo es distinto. Al fin soy libre, libre de los pasos al otro lado, de la voz sonriente, de la sopa de miso, del ruido de los coches en la calle, de la gente que viene y que va, sufriendo en silencio, hiriendo sin darse cuenta. Todos ellos pasan, pasan de largo. Y yo no los veo. Soy liviana, más liviana que un suspiro, y estoy sola. Sola con mi tristeza, que me llena las venas, que circula libremente por mi sangre. Una tristeza embriagadora, serena. Cierro los ojos. Y respiro, una vez más. La última lágrima se desliza por la curva de mi boca.

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